kitkat0291
(Risas.) Muy bien. Carlos, Ignacio: propongo una huida en masa hacia la cantina; pero sin las chicas. ¡Hay cerveza!
CARLOS.—Aprobado.
JUANA.—Frente común, ¿eh? Ya te lo diré luego.
CARLOS. — Es un momento...
MIGUEL. — ¡No capitules, cobarde! Y vámonos de prisa. ¡Damas! El que me corten ustedes a mí lo deseo de raso, con amplios vuelos y tahlí para el espadín. Carlos se conforma con un traje de baño.
JUANA. -¡Vete ya!
ELISA. - (A la vez.) ¡Tonto!
(Con IGNACIO, en medio, se van los dos muchachos por la derecha.)
ELISA.—¡Hablemos!
JUANA.—¡Hablemos! (Corren a sentarse, enlazadas, al sofá, en tanto que DON PABLOcruza tras los cristales y entra por la puerta del foro. Se acerca a las muchachas, escucha y se detiene a su lado.) ¡Cuánto tiempo sin decirnos cosas!
ELISA. — Lo necesitaba como el pan.
DON PABLO.— ¿Tal vez interrumpo?
JUANA.—Nada de eso. (Se levantan las dos.) Casi no habíamos empezado.
DON PABLO.— ¿Y de qué iban a hablar? ¿Acaso del nuevo alumno?
ELISA.—A mí me parece... que íbamos a hablar de alumnos más antiguos.
JUANA.—(Avergonzada.) ¡Elisa!
DON PABLO.—(Riendo.) Una conversación muy agradable. (Serio.) Pero ha venido este viejo importuno y prefiere hablar del alumno nuevo. Supongo qu Elisita ya lo conoce.
ELISA.—Sí, señor.
(Por la terraza ha cruzado DOÑA PEPITA, que se detiene en la puerta. Cuarenta años. Trae una cartera de cuero bajo el brazo. Sonriente, contempla con cariño a su esposo.)
DON PABLO. — (One la percibe inmediatamente y vuelve su mirada al vacío.) Un momento… Mi mujer.
(Termina de volverse.)
DOÑA PEPITA.—(Acercándose.) Hola, Pablo. Dispénsame; ya sé que vengo algo retrasada.
DON PABLO.—(Tomándole una mano, con una ternura que los años no parecen haber aminorado.) Hueles muy bien hoy, Pepita.
DOÑA PEPITA. — Igual que siempre. Buenos días, señoritas. ¿Dónde dejaron a sus caballeros andantes?
ELISA.– Nos abandonaron por un nuevo amigote.
JUANA.– ¡Pobre chico! Es simpático.
ELISA.– A mí no me lo es.
DON PABLO.– NO hable así de un compañero, señorita. Y menos cuando aún no ha tenido tiempo de conocerle. (A DOÑA PEPITA). Carlos y Miguelín están acompañando a un alumno nuevo del preparatorio que acaban de traernos.
DOÑA PEPITA.– ¡Ah!, ¿sí? ¿Qué tal chico es?
DON PABLO.– Ya has oído que a estas señoritas no les merece una opinión muy favorable.
JUANA.– ¿Por qué no? Es que Elisa es muy precipitada.
DON PABLO.– Sí, un poco. Y, por eso mismo, les haré a las dos unas recomendaciones.
JUANA.– ¿Respecto a Ignacio?
DON PABLO.– Sí (A doña Pepita). Y, de paso, también tú te harás cargo de la cuestión.
DOÑA PEPITA.– ¿Es algo grave?
DON PABLO.– Es lo de siempre. Falta de moral.
DOÑA PEPITA.– El caso típico.
DON PABLO.– Típico. Quizá un poquitín complicado esta vez. Un muchacho triste, malogrado por el mal entendido amor de los padres. Mucho mimo, profesores particulares... Hijo único. En fin, ya comprendes. Es preciso, como en otras ocasiones, la ayuda inteligente de algunos estudiantes.
JUANA.– Intentamos antes que abandonara el bastón y no quiso. Dice que es muy torpe.
DON PABLO.– Pues hay que convencerle de que es un ser útil y de que tiene abiertos todos loscaminos, si se atreve. Es cierto que aquí tiene el ejemplo, pero hay que administrárselo con tacto, yal talento de ustedes, señoritas (a JUANA) y al de Carlos, muy particularmente, recomiendo la partemás importante: la creación de una camaradería verdadera que le alegre el corazón. No les será muydifícil... Los muchachos de este tipo están hambrientos de cariño y alegría y no suelen rechazarloscuando se saben romper sus murallas interiores.
DOÑA PEPITA.– ¿Por qué no le pones de compañero de habitación con Miguelín?
DON PABLO.– (Asintiendo, sonriente). Ya está hecho... Pero no es preciso, señorita Elisa, que Miguelín sea informado de esta recomendación mía. Si lo tomase como encargo, le saldría mal.
ELISA.– No le diré nada.
DOÑA PEPITA.– Bueno. La cuestión se reduce a impregnar a ese Ignacio, en el plazo más breve, de nuestra famosa moral de acero. ¿No es así?
DON PABLO.– Exacto. Y basta de charla, que el acto de apertura se aproxima. Señoritas: en ustedes... cuatro, descanso satisfecho para este asunto.
JUANA.– Descuide, don Pablo.
DOÑA PEPITA.– Hasta ahora, hijitas.
JUANA.– Hasta ahora, doña Pepita.
DOÑA PEPITA.– Pablo, Si no dispones otra cosa, mandaré conectar los altavoces. Los chicos
tienen derecho a su ratito de música hasta la apertura... (Se van charlando. JUANA y ELISA se
pasean torpemente, en primer término, cariñosamente emparejadas).
JUANA.– ¡Hablemos! (Elisa no contesta. Parece preocupada. JUANA insiste). ¡Hablemos, Elisa!
ELISA.– (Cavilosa). No me agrada el encargo del director. Ese Ignacio tiene algo indefinible que
me, repele. ¿Tú crees en el fluido magnético?
JUANA.– Sí, mujer. ¿Quién de nosotros no?
ELISA,– Muchos aseguran que eso es falso.
JUANA.– Muchos tontos... que no están enamorados.
ELISA.– (Riendo). Tienes razón. Pero ése es el fluido bueno, y tiene que haber otro malo.
JUANA.– ¿Cuál?
ELISA.– (Grave). El de Ignacio. Cuando estaba con nosotras me pareció percibir una sensación deahogo, una desazón y una molestia... Y cuando le di la mano se acentuó terriblemente. Una manoseca, ardorosa... Cargada de malas intenciones!
JUANA.– Yo no noté eso. A mí me pareció simpático. (Breve pausa). Y, sobre todo, es un serdesgraciado. Ese chico necesita adaptarse, nada más. ¡Y no pienses en esas tonterías del fluidomaligno!
ELISA.– (Maliciosa). ¡Pues prefiero el fluido de Miguelín!
JUANA.– (Riendo). Y yo el de Carlos. Pero, calla. Se me ocurre una cosa... (Silencio. De pronto, comienzan los altavoces lejanos a desgranar en el ambiente el adagio del "Claro de Luna", de Beethoven, lentamente tocado).
ELISA.– ¿Eh?
JUANA– Escucha. ¡Qué hermoso! (Pausa).
ELISA.– Podemos seguir hablando, ¿no te parece?
JUANA.– Sí, sí. Te dije que callaras porque había encontrado... la solución del problema de Ignacio.
ELISA.– ¿Sí? ¡Dime!
JUANA.– (Con dulzura). La solución para Ignacio es... una novia... Y tenemos que encontrársela.Pensaremos juntas en todas nuestras amigas. (Pausa breve). ¿No me dices nada? ¿No lo encuentras bien?
ELISA.– Sí, pero...
JUANA.– ¡Es una Idea magnifica! ¿Ya no te acuerdas de cuando paseábamos juntas, antes de queCarlos y Miguelín se decidiesen? No negarás que entonces estábamos bastante tristes... Nohabíamos llegado aún a la región de la alegría, como dice Carlos. (Elisa la besa). Y ¡qué emocióncuando cambiamos las primeras confidencias! Cuando te dije: "¡Se me ha declarado, Elisa!"
ELISA– Y yo te pregunté: "¿Cómo ha sido? ¡Anda, cuéntamelo!"
JUANA.– Sí. Y también, a una pregunta mía, me dijiste melancólicamente: "No... Miguelín aún no me ha dicho nada... No me quiere."
ELISA.– ¡Y lo hizo al día siguiente!
JUANA.– Animado, sin duda, por el mío. Son unos granujas. Ellos también tienen sus confidencias.
ELISA– Y después ... el primer beso...
JUANA.– (Soñadora). O antes...
ELISA.– (Estupefacta). ¿Qué? (Pero se asusta repentinamente ante las llamadas de Miguelín, en las que palpita un tono de angustia).
MIGUELÍN.– ¡Elisa! ¡Elisa! ¡Elisa! (Aparece por la derecha).
ELISA.– (Corriendo hacia él, asustada). ¡Aquí estoy, Miguelín! ¿Por qué gritas?
MIGUELÍN.– ¡Ven!... (Cambiando súbitamente el tono por uno de broma). que te abrace. (Llega y lo hace, entre las risas de su novia).
ELISA.– ¡Pegajoso!
JUANA.– Hay moros en la costa, Miguelín.
MIGUELÍN.– Ya, ya lo sé. Sacándonos a los cristianos el pellejo a tiras. Pero se acabó. Vámonos, Elisa.
JUANA.– ¿Y Carlos?
MIGUELÍN.– No tardará. Me ha dicho que le esperes aquí.
JUANA.– ¿Dónde habéis dejado a Ignacio?
MIGUELÍN.– En mi cuarto ha quedado. Dice que está cansado y que no asistirá a la apertura... Bueno, Elisita, que hay que coger buen sitio.
ELISA.– Sí, vámonos. ¿Te quedas, Juana?
JUANA.– Ahora vamos Carlos y yo... Guardadnos sitio.
MIGUELÍN.– Se procurará. Hasta ahora. (ELISA y MIGUELÍN se van por la izquierda. JUANA queda sola. Pasea lentamente mientras escucha la sonata. Suspira. Un nuevo ruido intervienerepentinamente: el inconfundible "tap– tap" de un bastón. JUANA se inmoviliza y escucha. Por laderecha aparece IGNACIO, que se dirige despacio al foro).
JUANA.– ¡Ignacio! (IGNACIO se detiene). Eres Ignacio, ¿no?
IGNACIO.– Sí. Soy Ignacio. Y tú eres Juana...
JUANA.– (Acercándose). ¿No estabas en tu cuarto?
IGNACIO.– De allí vengo... Adiós. (Comienza a andar).
JUANA.– ¿Dónde vas?
IGNACIO.– (Frío). A mi casa. (JUANA se queda muda de asombro). Adiós. (Da unos pasos).
JUANA.– Pero, Ignacio... ¡Si ibas a estudiar con nosotros!
IGNACIO.– (Deteniéndose). He cambiado de parecer.
JUANA.– ¿En una hora?
IGNACIO.– Es suficiente. (JUANA se acerca y le coge cariñosamente de las solapas. Él se inmuta).
JUANA.– No te dejes llevar de ese impulso irrazonable... ¿Cómo vas a llegar a tu casa?
IGNACIO.– (Nervioso, rehuyendo torpemente el contacto de ella). Eso es fácil.
JUANA.– ¡Pero tu padre se llevará un disgusto grandísimo! Y ¿qué dirá don Pablo?
IGNACIO.– (Despectivo). Don Pablo...
JUANA.– Y nosotros; todos nosotros lo sentiríamos. Te consideramos ya como un compañero... Un buen compañero con quien pasar alegremente un curso inolvidable.
IGNACIO.– ¡Calla! Todos tenéis el acierto de crisparme. ¡Y tú también! ¡Tú, la primera!"Alegremente" es la palabra de la casa. Estáis envenenados de alegría. Y no era eso lo que pensabayo encontrar aquí. Creí que encontraría... a mis verdaderos compañeros; no a unos ilusos.
JUANA.– (Sonriendo con dulzura). Pobre Ignacio, me das pena.
IGNACIO.– Guárdate tu pena.
JUANA.– ¡No te enfades! Es muy natural lo que te pasa. Todos hemos vivido momentos
semejantes; pero eso concluye un día. (Ladina). Y yo sé el remedio. (Breve pausa). Si me escuchas con tranquilidad te diré cuál es.
IGNACIO.– ¡Estoy tranquilo!
JUANA.– Óyeme... Tú necesitas una novia. (Pausa. IGNACIO comienza a reír levemente). ¡Te ríes!
(Risueña). ¡Pronto acerté!
IGNACIO.– (Deja de reír. Grave). Estáis envenenados de alegría. Pero sois monótonos y tristes sinsaberlo... Sobre todo las mujeres. Aquí, como ahí fuera, os repetís lamentablemente, seáis ciegas ono. No eres la primera en sugerirme esa solución pueril. Mis vecinitas decían lo mismo.
JUANA.– ¡Bobo! ¿No comprendes que se insinuaban?
IGNACIO.– ¡No! Ellas también estaban comprometidas... como tú. Daban el consejo estúpido quela estúpida alegría amorosa os pone a todas en la boca. Es... como una falsa generosidad Todasdecís: ¿Por qué no te echas novia?" Pero ninguna, con la inefable emoción del amor en la voz, hadicho. "Te quiero." (Furioso). Ni tú tampoco, ¿no es así? ¿O acaso lo dices? (Pausa). No necesitouna novia. ¡Necesito un "te quiero" dicho con toda el alma! "Te quiero con tu tristeza y tu angustia;para sufrir contigo y no para llevarte a ningún falso reino de la alegría." No hay mujeres así.
JUANA.– (Vagamente dolida en su condición femenina). Acaso tú no le hayas preguntado a ninguna mujer.
IGNACIO.– (Duro). ¿A una vidente?
JUANA.– ¿Por qué no?
IGNACIO.– ¿A una vidente? (Irónico).
JUANA.– ¡Qué más da! ¡A una mujer! (Breve pausa).
IGNACIO.– AI diablo todas y tú de capitana. Quédate con tu alegría; con tu Carlos, muy bueno ymuy sabio... y completamente tonto, porque se cree alegre. Y como él, Miguelín, y don Pablo, ytodos; ¡todos! Que no tenéis derecho a vivir, porque os empeñáis en no sufrir; porque os negáis aenfrentaros con vuestra tragedia, fingiendo una normalidad que no existe, procurando olvidar e incluso aconsejando duchas de alegría para reanimar a los tristes... (Movimiento de JUANA). ¡Creesque no lo sé! Lo adivino. Tu don Pablo tuvo la candidez de Insinuárselo a mi padre, y éste os lopidió descaradamente... (Sarcástico). Vosotros sois los alumnos modelo, los leales colaboradores delprofesorado en la lucha contra la desesperación, que se agazapa por todos los rincones de la casa.(Pausa). ¡Ciegos! ¡Ciegos y no invidentes!, ¡imbéciles!
JUANA.– (Conmovida). No sé qué decirte... No quiero mentirte tampoco... Pero respeta y agradece, al menos, nuestro buen deseo. ¡Quédate! Prueba...
IGNACIO.– No.
JUANA.– ¡Por favor! No puedes marcharte ahora; sería escandaloso. Y Yo... no acierto con las palabras. No sé cómo podría convencerte.
IGNACIO.– No puedes convencerme.
JUANA.– (Con las manos juntas, alterada). No te vayas. Soy muy torpe, lo comprendo... Túaciertas a darme la sensación de mi impotencia... Si te vas, todos sabrían que hablé contigo y noconseguí nada. ¡Quédate!
IGNACIO.– ¡Vanidosa!
JUANA.– (Condolida). No es vanidad, Ignacio. (Triste). Quieres que te lo pida de rodillas? (Breve pausa).
IGNACIO.– (Muy frío). ¿Para qué rodillas? Dicen que ese gesto causa mucha impresión a losvidentes... Pero nosotros no lo vemos. No seas tonta; no hables de cosas que desconoces, no imitesa los que viven de verdad. ¡Y ahórrame tu desagradable debilidad, por favor! (Gran pausa). Me quedo.
JUANA.– ¡Gracias!
IGNACIO.– ¿Gracias? Hacéis mal negocio. Porque vosotros sois demasiado pacíficos, demasiadoinsinceros, demasiado fríos. Pero yo estoy ardiendo por dentro; ardiendo con un fuego terrible queno me deja vivir y que puede haceros arder a todos... Ardiendo en esto que los videntes llamanoscuridad y que es horroroso..., porque no sabemos lo que es. Yo voy a traer guerra y no paz.
JUANA.– No hables así. Me duele. Lo esencial es que te quedes. Estoy segura de que será bueno para todos.
IGNACIO.– (Burlón). Torpe... y tonta. Tu opinión y tu ceguera son iguales... La guerra que me consume os consumirá.
JUANA.– (Nuevamente afligida). No, Ignacio. No debes traernos ninguna guerra. ¿No será posibleque todos vivamos en paz? No te comprendo bien. ¿Por qué sufres tanto? ¿Qué te pasa? ¿Qué es loque quieres? (Breve pausa).
IGNACIO. – (Con tremenda energía contenida). ¡Ver!
JUANA.– (Se separa de él y queda sobrecogida). ¿Qué?
IGNACIO.– ¡Sí! ¡Ver! Aunque sé que es imposible, ¡ver! Aunque en este deseo se consumaestérilmente mi vida entera, ¡quiero ver! No puedo conformarme. No debemos conformarnos. ¡Ymenos sonreír! Y resignarse con vuestra estúpida alegría de ciegos, ¡nunca! (Pausa). Y aunque nohaya mujer ninguna de corazón que sea capaz de acompañarme en mi calvario, marcharé sólo,negándome a vivir resignado, ¡porque quiero ver!
(Pausa. Los altavoces lejanos siguen sonando. JUANA está paralizada, con la mano en la boca y la angustia en el semblante. Carlos irrumpe rápido por la derecha).
CARLOS.– ¡Juana! (Silencio. JUANA se vuelve hacia él instintivamente; luego, desconcertada, se vuelve a IGNACIO, sin decidirse a hablar). ¿No estás aquí, Juanita?... ¡Juana! (Juana no se mueveni contesta. IGNACIO, sumido en su amargura, tampoco. CARLOS pierde su instintiva seguridad;se siente extrañamente solo. Ciego. Adelanta indeciso los brazos en el gesto eterno de palpar elaire, y avanza con precaución). ¡Juana!... ¡Juana! (Sale por la Izquierda, llamándola de nuevo convoz segura y trivial).
TELÓN
ACT II
El fumadero. Los árboles del fondo muestran ahora el esqueleto de sus ramas, sólo aquí y allá moteadas de hojas amarillas. En el suelo de la terraza abundan las hojas secas, que el viento trae y lleva.
(Elisa se encuentra en la terraza, recostada en el quicio de la portalada, con el aire mustio y los cabellos alborotados por la brisa. Después de un momento, entran por la derecha JUANA y CARLOS, del brazo. En vano intentan ocultarse el uno al otro su tono preocupado.)
CARLOS.—Juana...
JUANA.—DIME.
CARLOS.—¿Qué te ocurre?
JUANA.—Nada.
CARLOS,--No intentes negármelo. Llevas ya algún tiempo así...
JUANA.—(Con falso ligereza.) ¿Así, cómo?
CARLOS.—Así como... in quieta.
(Se sienta en uno de los sillones del centro. JUANA lo hace en el sofá, a su lado.)
JUANA.—No es nada...
(Breve pausa.)
CARLOS.—Siempre nos dijimos nuestras preocupaciones... ¿No quieres darme el placer de compartir ahora las tuyas?
JUANA.—¡Si no estoy preocupada!
(Breve pausa.)
CARLOS.—(Acariciándole una mano.) Sí. Sí lo estás. Y yo también.
JUANA.—¿Tú? ¿Tú estás preocupado? Pero, ¿por qué?
CARLOS.—Por la situación que ha creado... Ignacio.
(Breve pausa.)
JUANA.—¿La crees grave?
CARLOS.—¿Y tú? (Sonriendo.) Vamos, sincérate conmigo... Siempre lo hiciste.
JUANA.—No sé qué pensar... Me considero parcialmente culpable.
CARLOS.—(Sin entonación.) ¿Culpable?
JUANA.—Sí. Ya te dije que el día de la apertura logré disuadirle de su propósito de marcharse. Y ahora pienso que quizá hubiera sido mejor.
CARLOS.—Hubiera sido mejor; pero todavía es posible arreglar las cosas, ¿no crees?
JUANA.—Tal vez.
CARLOS.—Ayer tuve que decirle lo mismo a don Pablo...Es sorprendente lo afectado que está. No supo concretarme nada; pero se desahogó confiándome sus apresiones... Encuentra a los muchachos más reservados, menos decididos que antes. Los concursos de emulación en el estudio se realizan ahora mucho más lánguidamente... Yo traté de animarle. Me causaba lástima encontrarle tan indeciso. Lástima... y una sensación muy rara.
JUANA.—¿Una sensación muy rara? ¿Qué sensación?
CARLOS.—Casi no me atrevo a decírtelo... Es tan nueva para mí... Una sensación como de... desprecio.
JUANA.—¡Carlos!
CARLOS.—No lo pude evitar. ¡Ah! Y también me preguntó qué le ocurría a Elisita, y si había reñido con Miguelín. Por consideración a Miguelín no quise explicárselo a fondo.
JUANA.—¡Pobre Elisa! Cuando estábamos en la mesa noté perfectamente que apenas comía. (Breve pausa.) Es raro que no esté por aquí.
(ELISA no acusa estas palabras, aunque no está tan lejos como para no oírlas. Continúa abstraída en sus pensamientos. Tampoco ellos intuyen se presencia: el enlace parece haberse roto entre los ciegos.)
CARLOS.—Es ya tarde. Esto no tardará en llenarse, y seguramente se ha refugiado en algún rincón solitario. (Súbitamente enardecido.) ¡Y por ella, y por todos, y por imbécil de Miguelín también, hay que arreglar esto!
JUANA.—¿De qué modo?
CARLOS.—Ignacio nos ha demostrado que la cordialidad y dulzura son inútiles con él. Es agrio y despegado... ¡Está enfermo! Responde a la amistad con maldad.
JUANA.—Está tranquilo; carece de paz interior...
CARLOS.—No tiene paz ni la quiere. (Pausa breve.) ¡Tendrá guerra!
JUANA.—(Levantándose, súbitamente, para pasear se agitación.) ¿Guerra?
CARLOS.—¿Qué te pasa?
JUANA.—(Desde el primer término.) Has pronunciado una palabra... tan odiosa... ¿No es mejor siempre la dulzura?
CARLOS.—No conoces a Ignacio. En el fondo es cobarde; hay que combatirle. ¡Quién nos iba a decis cuando vino que, lejos de animarle, nos desuniría a nosotros! Porque perdemos posiciones, Juana. Posee una fuerza para el contagio con la que no contábamos.
JUANA. — Yo pensé algún tiempo en buscarle una novia... pero no la he encontrado. ¡Y qué gran solución sería!
CARLOS. — Tampoco. Ignacio no es hombre a quien pueda cambiar ninguna mujer. Ahora está rodeado de compañeras, bien lo sabes… Van a él como atraídas por un imán. Y él las desdeña. Sólo nos queda un camino: desautorizarle ante los demás por la fuerza del razonamiento, hacerle indeseable a los compañeros. ¡Forzarle a salir de aquí!
JUANA. — ¡Qué fracaso para el Centro!
CARLOS.—¿Fracaso? La razón no puede fracasar, y nosotros la tenemos.
JUANA.—(Compungida.) Sí… Pero una novia le regeneraría.
CARLOS.—(Cariñoso.) Vamos, ven aquí… ¡Ven! (Ella acerca despacio. Él toma sus manos.) Juanita mía, ¡me gustas tanto por su bondad! Si fueras medico emplearías siempre bálsamos y nunca el escalpelo. (JUANA se recuesta, sonriente, en el sillón, y le besa.) Nos hemos quedado solos para combater, Juana. No desertes tú también.
(Breve pausa.)
JUANA.—¿Por qué dices eso?
CARLOS.—Por nada. Es que ahora te necesito más que nunca.
(Entran por el foro IGNACIO y los tres ESTUDIANTES. IGNACIO no ha abandonado su bastón, pero ha acentuado su desaliño: no lleva corbata.)
ANDRÉS.—Aquí, Ignacio.
(Conduciéndolo a los sillones de la izquierda.)
IGNACIO.—¿Vienen las chicas?
ALBERTO.—No se las oye.
IGNACIO.—Menos mal. Llegan a ponerse inaguantables.
ANDRÉS.—Tienes razón. El primer pitillo se fuma por eso. Lo malo es wue luego se coge el vicio. Tomad vosotros.
(Da cigarrillos a los otros. Se sientan. Cada uno enciende con su cerilla y la tira en el cenicero. Carlos crispa las manos sobre el sillón, y JUANA se sienta en al sofá.)
CARLOS.—(Con desgana.) Hola.
PEDRO.—Hola, Carlos. ¿Qué haces por aquí?
CARLOS.—Aquí estoy, con Juana.
(IGNACIO levanta la cabeza.)
IGNACIO.—Se está muy bien aquí. Tenemos un buen otoño.
ANDRÉS.—Aún es pronto. El sol está dando en la terraza.
PEDRO. — Bueno, Ignacio, prosigue con tu historia.
IGNACIO.—¿Dónde estábamos?
ALBERTO.—Estábamos enque en aquel momento, tropezaste…
IGNACIO.—(Se arrellana y suspire.) Sí. Fue al bajar los escalones. Seguramente a vosotros os ha ocurrido alguna vez. Uno cuenta y cree que han terminido. Entonces se adelanta confiadamente el pie y se pega un gran pisotón en el suelo. Yo lo pegué e el corazón me dió un vuelco. Apenas podía tenerme en pie; las piernas se habían convertido en algodón, y las muchachas se estaban riendo a carcajadas. Era una risa limpia y sin malicia; pero a mí me traspasó. Y sentí que me ardía el rostro. Las muchachas trataban de cortar sus risas; no podían, y volvían a empezar. ¿Habéis notado que muchas veces las mujeres no pueden dejar de reír? Se ponen tan nerviosas, que les es imposible... Yo estaba a punto de llorar. ¡Sólo tenía quince años! Entonces me senté en un escalón y me puse a pensar. Intenté comprender por primera vez por qué estaba ciego y por qué tenía
CARLOS.—Aprobado.
JUANA.—Frente común, ¿eh? Ya te lo diré luego.
CARLOS. — Es un momento...
MIGUEL. — ¡No capitules, cobarde! Y vámonos de prisa. ¡Damas! El que me corten ustedes a mí lo deseo de raso, con amplios vuelos y tahlí para el espadín. Carlos se conforma con un traje de baño.
JUANA. -¡Vete ya!
ELISA. - (A la vez.) ¡Tonto!
(Con IGNACIO, en medio, se van los dos muchachos por la derecha.)
ELISA.—¡Hablemos!
JUANA.—¡Hablemos! (Corren a sentarse, enlazadas, al sofá, en tanto que DON PABLOcruza tras los cristales y entra por la puerta del foro. Se acerca a las muchachas, escucha y se detiene a su lado.) ¡Cuánto tiempo sin decirnos cosas!
ELISA. — Lo necesitaba como el pan.
DON PABLO.— ¿Tal vez interrumpo?
JUANA.—Nada de eso. (Se levantan las dos.) Casi no habíamos empezado.
DON PABLO.— ¿Y de qué iban a hablar? ¿Acaso del nuevo alumno?
ELISA.—A mí me parece... que íbamos a hablar de alumnos más antiguos.
JUANA.—(Avergonzada.) ¡Elisa!
DON PABLO.—(Riendo.) Una conversación muy agradable. (Serio.) Pero ha venido este viejo importuno y prefiere hablar del alumno nuevo. Supongo qu Elisita ya lo conoce.
ELISA.—Sí, señor.
(Por la terraza ha cruzado DOÑA PEPITA, que se detiene en la puerta. Cuarenta años. Trae una cartera de cuero bajo el brazo. Sonriente, contempla con cariño a su esposo.)
DON PABLO. — (One la percibe inmediatamente y vuelve su mirada al vacío.) Un momento… Mi mujer.
(Termina de volverse.)
DOÑA PEPITA.—(Acercándose.) Hola, Pablo. Dispénsame; ya sé que vengo algo retrasada.
DON PABLO.—(Tomándole una mano, con una ternura que los años no parecen haber aminorado.) Hueles muy bien hoy, Pepita.
DOÑA PEPITA. — Igual que siempre. Buenos días, señoritas. ¿Dónde dejaron a sus caballeros andantes?
ELISA.– Nos abandonaron por un nuevo amigote.
JUANA.– ¡Pobre chico! Es simpático.
ELISA.– A mí no me lo es.
DON PABLO.– NO hable así de un compañero, señorita. Y menos cuando aún no ha tenido tiempo de conocerle. (A DOÑA PEPITA). Carlos y Miguelín están acompañando a un alumno nuevo del preparatorio que acaban de traernos.
DOÑA PEPITA.– ¡Ah!, ¿sí? ¿Qué tal chico es?
DON PABLO.– Ya has oído que a estas señoritas no les merece una opinión muy favorable.
JUANA.– ¿Por qué no? Es que Elisa es muy precipitada.
DON PABLO.– Sí, un poco. Y, por eso mismo, les haré a las dos unas recomendaciones.
JUANA.– ¿Respecto a Ignacio?
DON PABLO.– Sí (A doña Pepita). Y, de paso, también tú te harás cargo de la cuestión.
DOÑA PEPITA.– ¿Es algo grave?
DON PABLO.– Es lo de siempre. Falta de moral.
DOÑA PEPITA.– El caso típico.
DON PABLO.– Típico. Quizá un poquitín complicado esta vez. Un muchacho triste, malogrado por el mal entendido amor de los padres. Mucho mimo, profesores particulares... Hijo único. En fin, ya comprendes. Es preciso, como en otras ocasiones, la ayuda inteligente de algunos estudiantes.
JUANA.– Intentamos antes que abandonara el bastón y no quiso. Dice que es muy torpe.
DON PABLO.– Pues hay que convencerle de que es un ser útil y de que tiene abiertos todos loscaminos, si se atreve. Es cierto que aquí tiene el ejemplo, pero hay que administrárselo con tacto, yal talento de ustedes, señoritas (a JUANA) y al de Carlos, muy particularmente, recomiendo la partemás importante: la creación de una camaradería verdadera que le alegre el corazón. No les será muydifícil... Los muchachos de este tipo están hambrientos de cariño y alegría y no suelen rechazarloscuando se saben romper sus murallas interiores.
DOÑA PEPITA.– ¿Por qué no le pones de compañero de habitación con Miguelín?
DON PABLO.– (Asintiendo, sonriente). Ya está hecho... Pero no es preciso, señorita Elisa, que Miguelín sea informado de esta recomendación mía. Si lo tomase como encargo, le saldría mal.
ELISA.– No le diré nada.
DOÑA PEPITA.– Bueno. La cuestión se reduce a impregnar a ese Ignacio, en el plazo más breve, de nuestra famosa moral de acero. ¿No es así?
DON PABLO.– Exacto. Y basta de charla, que el acto de apertura se aproxima. Señoritas: en ustedes... cuatro, descanso satisfecho para este asunto.
JUANA.– Descuide, don Pablo.
DOÑA PEPITA.– Hasta ahora, hijitas.
JUANA.– Hasta ahora, doña Pepita.
DOÑA PEPITA.– Pablo, Si no dispones otra cosa, mandaré conectar los altavoces. Los chicos
tienen derecho a su ratito de música hasta la apertura... (Se van charlando. JUANA y ELISA se
pasean torpemente, en primer término, cariñosamente emparejadas).
JUANA.– ¡Hablemos! (Elisa no contesta. Parece preocupada. JUANA insiste). ¡Hablemos, Elisa!
ELISA.– (Cavilosa). No me agrada el encargo del director. Ese Ignacio tiene algo indefinible que
me, repele. ¿Tú crees en el fluido magnético?
JUANA.– Sí, mujer. ¿Quién de nosotros no?
ELISA,– Muchos aseguran que eso es falso.
JUANA.– Muchos tontos... que no están enamorados.
ELISA.– (Riendo). Tienes razón. Pero ése es el fluido bueno, y tiene que haber otro malo.
JUANA.– ¿Cuál?
ELISA.– (Grave). El de Ignacio. Cuando estaba con nosotras me pareció percibir una sensación deahogo, una desazón y una molestia... Y cuando le di la mano se acentuó terriblemente. Una manoseca, ardorosa... Cargada de malas intenciones!
JUANA.– Yo no noté eso. A mí me pareció simpático. (Breve pausa). Y, sobre todo, es un serdesgraciado. Ese chico necesita adaptarse, nada más. ¡Y no pienses en esas tonterías del fluidomaligno!
ELISA.– (Maliciosa). ¡Pues prefiero el fluido de Miguelín!
JUANA.– (Riendo). Y yo el de Carlos. Pero, calla. Se me ocurre una cosa... (Silencio. De pronto, comienzan los altavoces lejanos a desgranar en el ambiente el adagio del "Claro de Luna", de Beethoven, lentamente tocado).
ELISA.– ¿Eh?
JUANA– Escucha. ¡Qué hermoso! (Pausa).
ELISA.– Podemos seguir hablando, ¿no te parece?
JUANA.– Sí, sí. Te dije que callaras porque había encontrado... la solución del problema de Ignacio.
ELISA.– ¿Sí? ¡Dime!
JUANA.– (Con dulzura). La solución para Ignacio es... una novia... Y tenemos que encontrársela.Pensaremos juntas en todas nuestras amigas. (Pausa breve). ¿No me dices nada? ¿No lo encuentras bien?
ELISA.– Sí, pero...
JUANA.– ¡Es una Idea magnifica! ¿Ya no te acuerdas de cuando paseábamos juntas, antes de queCarlos y Miguelín se decidiesen? No negarás que entonces estábamos bastante tristes... Nohabíamos llegado aún a la región de la alegría, como dice Carlos. (Elisa la besa). Y ¡qué emocióncuando cambiamos las primeras confidencias! Cuando te dije: "¡Se me ha declarado, Elisa!"
ELISA– Y yo te pregunté: "¿Cómo ha sido? ¡Anda, cuéntamelo!"
JUANA.– Sí. Y también, a una pregunta mía, me dijiste melancólicamente: "No... Miguelín aún no me ha dicho nada... No me quiere."
ELISA.– ¡Y lo hizo al día siguiente!
JUANA.– Animado, sin duda, por el mío. Son unos granujas. Ellos también tienen sus confidencias.
ELISA– Y después ... el primer beso...
JUANA.– (Soñadora). O antes...
ELISA.– (Estupefacta). ¿Qué? (Pero se asusta repentinamente ante las llamadas de Miguelín, en las que palpita un tono de angustia).
MIGUELÍN.– ¡Elisa! ¡Elisa! ¡Elisa! (Aparece por la derecha).
ELISA.– (Corriendo hacia él, asustada). ¡Aquí estoy, Miguelín! ¿Por qué gritas?
MIGUELÍN.– ¡Ven!... (Cambiando súbitamente el tono por uno de broma). que te abrace. (Llega y lo hace, entre las risas de su novia).
ELISA.– ¡Pegajoso!
JUANA.– Hay moros en la costa, Miguelín.
MIGUELÍN.– Ya, ya lo sé. Sacándonos a los cristianos el pellejo a tiras. Pero se acabó. Vámonos, Elisa.
JUANA.– ¿Y Carlos?
MIGUELÍN.– No tardará. Me ha dicho que le esperes aquí.
JUANA.– ¿Dónde habéis dejado a Ignacio?
MIGUELÍN.– En mi cuarto ha quedado. Dice que está cansado y que no asistirá a la apertura... Bueno, Elisita, que hay que coger buen sitio.
ELISA.– Sí, vámonos. ¿Te quedas, Juana?
JUANA.– Ahora vamos Carlos y yo... Guardadnos sitio.
MIGUELÍN.– Se procurará. Hasta ahora. (ELISA y MIGUELÍN se van por la izquierda. JUANA queda sola. Pasea lentamente mientras escucha la sonata. Suspira. Un nuevo ruido intervienerepentinamente: el inconfundible "tap– tap" de un bastón. JUANA se inmoviliza y escucha. Por laderecha aparece IGNACIO, que se dirige despacio al foro).
JUANA.– ¡Ignacio! (IGNACIO se detiene). Eres Ignacio, ¿no?
IGNACIO.– Sí. Soy Ignacio. Y tú eres Juana...
JUANA.– (Acercándose). ¿No estabas en tu cuarto?
IGNACIO.– De allí vengo... Adiós. (Comienza a andar).
JUANA.– ¿Dónde vas?
IGNACIO.– (Frío). A mi casa. (JUANA se queda muda de asombro). Adiós. (Da unos pasos).
JUANA.– Pero, Ignacio... ¡Si ibas a estudiar con nosotros!
IGNACIO.– (Deteniéndose). He cambiado de parecer.
JUANA.– ¿En una hora?
IGNACIO.– Es suficiente. (JUANA se acerca y le coge cariñosamente de las solapas. Él se inmuta).
JUANA.– No te dejes llevar de ese impulso irrazonable... ¿Cómo vas a llegar a tu casa?
IGNACIO.– (Nervioso, rehuyendo torpemente el contacto de ella). Eso es fácil.
JUANA.– ¡Pero tu padre se llevará un disgusto grandísimo! Y ¿qué dirá don Pablo?
IGNACIO.– (Despectivo). Don Pablo...
JUANA.– Y nosotros; todos nosotros lo sentiríamos. Te consideramos ya como un compañero... Un buen compañero con quien pasar alegremente un curso inolvidable.
IGNACIO.– ¡Calla! Todos tenéis el acierto de crisparme. ¡Y tú también! ¡Tú, la primera!"Alegremente" es la palabra de la casa. Estáis envenenados de alegría. Y no era eso lo que pensabayo encontrar aquí. Creí que encontraría... a mis verdaderos compañeros; no a unos ilusos.
JUANA.– (Sonriendo con dulzura). Pobre Ignacio, me das pena.
IGNACIO.– Guárdate tu pena.
JUANA.– ¡No te enfades! Es muy natural lo que te pasa. Todos hemos vivido momentos
semejantes; pero eso concluye un día. (Ladina). Y yo sé el remedio. (Breve pausa). Si me escuchas con tranquilidad te diré cuál es.
IGNACIO.– ¡Estoy tranquilo!
JUANA.– Óyeme... Tú necesitas una novia. (Pausa. IGNACIO comienza a reír levemente). ¡Te ríes!
(Risueña). ¡Pronto acerté!
IGNACIO.– (Deja de reír. Grave). Estáis envenenados de alegría. Pero sois monótonos y tristes sinsaberlo... Sobre todo las mujeres. Aquí, como ahí fuera, os repetís lamentablemente, seáis ciegas ono. No eres la primera en sugerirme esa solución pueril. Mis vecinitas decían lo mismo.
JUANA.– ¡Bobo! ¿No comprendes que se insinuaban?
IGNACIO.– ¡No! Ellas también estaban comprometidas... como tú. Daban el consejo estúpido quela estúpida alegría amorosa os pone a todas en la boca. Es... como una falsa generosidad Todasdecís: ¿Por qué no te echas novia?" Pero ninguna, con la inefable emoción del amor en la voz, hadicho. "Te quiero." (Furioso). Ni tú tampoco, ¿no es así? ¿O acaso lo dices? (Pausa). No necesitouna novia. ¡Necesito un "te quiero" dicho con toda el alma! "Te quiero con tu tristeza y tu angustia;para sufrir contigo y no para llevarte a ningún falso reino de la alegría." No hay mujeres así.
JUANA.– (Vagamente dolida en su condición femenina). Acaso tú no le hayas preguntado a ninguna mujer.
IGNACIO.– (Duro). ¿A una vidente?
JUANA.– ¿Por qué no?
IGNACIO.– ¿A una vidente? (Irónico).
JUANA.– ¡Qué más da! ¡A una mujer! (Breve pausa).
IGNACIO.– AI diablo todas y tú de capitana. Quédate con tu alegría; con tu Carlos, muy bueno ymuy sabio... y completamente tonto, porque se cree alegre. Y como él, Miguelín, y don Pablo, ytodos; ¡todos! Que no tenéis derecho a vivir, porque os empeñáis en no sufrir; porque os negáis aenfrentaros con vuestra tragedia, fingiendo una normalidad que no existe, procurando olvidar e incluso aconsejando duchas de alegría para reanimar a los tristes... (Movimiento de JUANA). ¡Creesque no lo sé! Lo adivino. Tu don Pablo tuvo la candidez de Insinuárselo a mi padre, y éste os lopidió descaradamente... (Sarcástico). Vosotros sois los alumnos modelo, los leales colaboradores delprofesorado en la lucha contra la desesperación, que se agazapa por todos los rincones de la casa.(Pausa). ¡Ciegos! ¡Ciegos y no invidentes!, ¡imbéciles!
JUANA.– (Conmovida). No sé qué decirte... No quiero mentirte tampoco... Pero respeta y agradece, al menos, nuestro buen deseo. ¡Quédate! Prueba...
IGNACIO.– No.
JUANA.– ¡Por favor! No puedes marcharte ahora; sería escandaloso. Y Yo... no acierto con las palabras. No sé cómo podría convencerte.
IGNACIO.– No puedes convencerme.
JUANA.– (Con las manos juntas, alterada). No te vayas. Soy muy torpe, lo comprendo... Túaciertas a darme la sensación de mi impotencia... Si te vas, todos sabrían que hablé contigo y noconseguí nada. ¡Quédate!
IGNACIO.– ¡Vanidosa!
JUANA.– (Condolida). No es vanidad, Ignacio. (Triste). Quieres que te lo pida de rodillas? (Breve pausa).
IGNACIO.– (Muy frío). ¿Para qué rodillas? Dicen que ese gesto causa mucha impresión a losvidentes... Pero nosotros no lo vemos. No seas tonta; no hables de cosas que desconoces, no imitesa los que viven de verdad. ¡Y ahórrame tu desagradable debilidad, por favor! (Gran pausa). Me quedo.
JUANA.– ¡Gracias!
IGNACIO.– ¿Gracias? Hacéis mal negocio. Porque vosotros sois demasiado pacíficos, demasiadoinsinceros, demasiado fríos. Pero yo estoy ardiendo por dentro; ardiendo con un fuego terrible queno me deja vivir y que puede haceros arder a todos... Ardiendo en esto que los videntes llamanoscuridad y que es horroroso..., porque no sabemos lo que es. Yo voy a traer guerra y no paz.
JUANA.– No hables así. Me duele. Lo esencial es que te quedes. Estoy segura de que será bueno para todos.
IGNACIO.– (Burlón). Torpe... y tonta. Tu opinión y tu ceguera son iguales... La guerra que me consume os consumirá.
JUANA.– (Nuevamente afligida). No, Ignacio. No debes traernos ninguna guerra. ¿No será posibleque todos vivamos en paz? No te comprendo bien. ¿Por qué sufres tanto? ¿Qué te pasa? ¿Qué es loque quieres? (Breve pausa).
IGNACIO. – (Con tremenda energía contenida). ¡Ver!
JUANA.– (Se separa de él y queda sobrecogida). ¿Qué?
IGNACIO.– ¡Sí! ¡Ver! Aunque sé que es imposible, ¡ver! Aunque en este deseo se consumaestérilmente mi vida entera, ¡quiero ver! No puedo conformarme. No debemos conformarnos. ¡Ymenos sonreír! Y resignarse con vuestra estúpida alegría de ciegos, ¡nunca! (Pausa). Y aunque nohaya mujer ninguna de corazón que sea capaz de acompañarme en mi calvario, marcharé sólo,negándome a vivir resignado, ¡porque quiero ver!
(Pausa. Los altavoces lejanos siguen sonando. JUANA está paralizada, con la mano en la boca y la angustia en el semblante. Carlos irrumpe rápido por la derecha).
CARLOS.– ¡Juana! (Silencio. JUANA se vuelve hacia él instintivamente; luego, desconcertada, se vuelve a IGNACIO, sin decidirse a hablar). ¿No estás aquí, Juanita?... ¡Juana! (Juana no se mueveni contesta. IGNACIO, sumido en su amargura, tampoco. CARLOS pierde su instintiva seguridad;se siente extrañamente solo. Ciego. Adelanta indeciso los brazos en el gesto eterno de palpar elaire, y avanza con precaución). ¡Juana!... ¡Juana! (Sale por la Izquierda, llamándola de nuevo convoz segura y trivial).
TELÓN
ACT II
El fumadero. Los árboles del fondo muestran ahora el esqueleto de sus ramas, sólo aquí y allá moteadas de hojas amarillas. En el suelo de la terraza abundan las hojas secas, que el viento trae y lleva.
(Elisa se encuentra en la terraza, recostada en el quicio de la portalada, con el aire mustio y los cabellos alborotados por la brisa. Después de un momento, entran por la derecha JUANA y CARLOS, del brazo. En vano intentan ocultarse el uno al otro su tono preocupado.)
CARLOS.—Juana...
JUANA.—DIME.
CARLOS.—¿Qué te ocurre?
JUANA.—Nada.
CARLOS,--No intentes negármelo. Llevas ya algún tiempo así...
JUANA.—(Con falso ligereza.) ¿Así, cómo?
CARLOS.—Así como... in quieta.
(Se sienta en uno de los sillones del centro. JUANA lo hace en el sofá, a su lado.)
JUANA.—No es nada...
(Breve pausa.)
CARLOS.—Siempre nos dijimos nuestras preocupaciones... ¿No quieres darme el placer de compartir ahora las tuyas?
JUANA.—¡Si no estoy preocupada!
(Breve pausa.)
CARLOS.—(Acariciándole una mano.) Sí. Sí lo estás. Y yo también.
JUANA.—¿Tú? ¿Tú estás preocupado? Pero, ¿por qué?
CARLOS.—Por la situación que ha creado... Ignacio.
(Breve pausa.)
JUANA.—¿La crees grave?
CARLOS.—¿Y tú? (Sonriendo.) Vamos, sincérate conmigo... Siempre lo hiciste.
JUANA.—No sé qué pensar... Me considero parcialmente culpable.
CARLOS.—(Sin entonación.) ¿Culpable?
JUANA.—Sí. Ya te dije que el día de la apertura logré disuadirle de su propósito de marcharse. Y ahora pienso que quizá hubiera sido mejor.
CARLOS.—Hubiera sido mejor; pero todavía es posible arreglar las cosas, ¿no crees?
JUANA.—Tal vez.
CARLOS.—Ayer tuve que decirle lo mismo a don Pablo...Es sorprendente lo afectado que está. No supo concretarme nada; pero se desahogó confiándome sus apresiones... Encuentra a los muchachos más reservados, menos decididos que antes. Los concursos de emulación en el estudio se realizan ahora mucho más lánguidamente... Yo traté de animarle. Me causaba lástima encontrarle tan indeciso. Lástima... y una sensación muy rara.
JUANA.—¿Una sensación muy rara? ¿Qué sensación?
CARLOS.—Casi no me atrevo a decírtelo... Es tan nueva para mí... Una sensación como de... desprecio.
JUANA.—¡Carlos!
CARLOS.—No lo pude evitar. ¡Ah! Y también me preguntó qué le ocurría a Elisita, y si había reñido con Miguelín. Por consideración a Miguelín no quise explicárselo a fondo.
JUANA.—¡Pobre Elisa! Cuando estábamos en la mesa noté perfectamente que apenas comía. (Breve pausa.) Es raro que no esté por aquí.
(ELISA no acusa estas palabras, aunque no está tan lejos como para no oírlas. Continúa abstraída en sus pensamientos. Tampoco ellos intuyen se presencia: el enlace parece haberse roto entre los ciegos.)
CARLOS.—Es ya tarde. Esto no tardará en llenarse, y seguramente se ha refugiado en algún rincón solitario. (Súbitamente enardecido.) ¡Y por ella, y por todos, y por imbécil de Miguelín también, hay que arreglar esto!
JUANA.—¿De qué modo?
CARLOS.—Ignacio nos ha demostrado que la cordialidad y dulzura son inútiles con él. Es agrio y despegado... ¡Está enfermo! Responde a la amistad con maldad.
JUANA.—Está tranquilo; carece de paz interior...
CARLOS.—No tiene paz ni la quiere. (Pausa breve.) ¡Tendrá guerra!
JUANA.—(Levantándose, súbitamente, para pasear se agitación.) ¿Guerra?
CARLOS.—¿Qué te pasa?
JUANA.—(Desde el primer término.) Has pronunciado una palabra... tan odiosa... ¿No es mejor siempre la dulzura?
CARLOS.—No conoces a Ignacio. En el fondo es cobarde; hay que combatirle. ¡Quién nos iba a decis cuando vino que, lejos de animarle, nos desuniría a nosotros! Porque perdemos posiciones, Juana. Posee una fuerza para el contagio con la que no contábamos.
JUANA. — Yo pensé algún tiempo en buscarle una novia... pero no la he encontrado. ¡Y qué gran solución sería!
CARLOS. — Tampoco. Ignacio no es hombre a quien pueda cambiar ninguna mujer. Ahora está rodeado de compañeras, bien lo sabes… Van a él como atraídas por un imán. Y él las desdeña. Sólo nos queda un camino: desautorizarle ante los demás por la fuerza del razonamiento, hacerle indeseable a los compañeros. ¡Forzarle a salir de aquí!
JUANA. — ¡Qué fracaso para el Centro!
CARLOS.—¿Fracaso? La razón no puede fracasar, y nosotros la tenemos.
JUANA.—(Compungida.) Sí… Pero una novia le regeneraría.
CARLOS.—(Cariñoso.) Vamos, ven aquí… ¡Ven! (Ella acerca despacio. Él toma sus manos.) Juanita mía, ¡me gustas tanto por su bondad! Si fueras medico emplearías siempre bálsamos y nunca el escalpelo. (JUANA se recuesta, sonriente, en el sillón, y le besa.) Nos hemos quedado solos para combater, Juana. No desertes tú también.
(Breve pausa.)
JUANA.—¿Por qué dices eso?
CARLOS.—Por nada. Es que ahora te necesito más que nunca.
(Entran por el foro IGNACIO y los tres ESTUDIANTES. IGNACIO no ha abandonado su bastón, pero ha acentuado su desaliño: no lleva corbata.)
ANDRÉS.—Aquí, Ignacio.
(Conduciéndolo a los sillones de la izquierda.)
IGNACIO.—¿Vienen las chicas?
ALBERTO.—No se las oye.
IGNACIO.—Menos mal. Llegan a ponerse inaguantables.
ANDRÉS.—Tienes razón. El primer pitillo se fuma por eso. Lo malo es wue luego se coge el vicio. Tomad vosotros.
(Da cigarrillos a los otros. Se sientan. Cada uno enciende con su cerilla y la tira en el cenicero. Carlos crispa las manos sobre el sillón, y JUANA se sienta en al sofá.)
CARLOS.—(Con desgana.) Hola.
PEDRO.—Hola, Carlos. ¿Qué haces por aquí?
CARLOS.—Aquí estoy, con Juana.
(IGNACIO levanta la cabeza.)
IGNACIO.—Se está muy bien aquí. Tenemos un buen otoño.
ANDRÉS.—Aún es pronto. El sol está dando en la terraza.
PEDRO. — Bueno, Ignacio, prosigue con tu historia.
IGNACIO.—¿Dónde estábamos?
ALBERTO.—Estábamos enque en aquel momento, tropezaste…
IGNACIO.—(Se arrellana y suspire.) Sí. Fue al bajar los escalones. Seguramente a vosotros os ha ocurrido alguna vez. Uno cuenta y cree que han terminido. Entonces se adelanta confiadamente el pie y se pega un gran pisotón en el suelo. Yo lo pegué e el corazón me dió un vuelco. Apenas podía tenerme en pie; las piernas se habían convertido en algodón, y las muchachas se estaban riendo a carcajadas. Era una risa limpia y sin malicia; pero a mí me traspasó. Y sentí que me ardía el rostro. Las muchachas trataban de cortar sus risas; no podían, y volvían a empezar. ¿Habéis notado que muchas veces las mujeres no pueden dejar de reír? Se ponen tan nerviosas, que les es imposible... Yo estaba a punto de llorar. ¡Sólo tenía quince años! Entonces me senté en un escalón y me puse a pensar. Intenté comprender por primera vez por qué estaba ciego y por qué tenía