kitkat0291
Que haber ciegos. ¡Es abominable que la mayoría de las personas, sin valer más que nosotros, gocen, sin mérito alguno, de un poder misterioso que emana de sus ojos y con el que pueden abrazarnos y clavarnos el cuerpo sin que podamos evitarlo! Se nos ha negado ese poder de aprehensión de las cosas a distancia, y estamos por debajo, ¡sin motivo!, de los que viven ahí fuera. Aquella vieja cantinela de los ciegos que se
situaban por las esquinas en tiempo de nuestros padres, cuando decía para limosnear: “No hay prenda como la vista”, no armoniza bien tal vez con nuestra tranquila vida de estudiantes; pero yo la creo mucho más sincera y más valiosa. Ellos no incurrían en la tontería de creerse normales.
(A medida que Carlos escuchaba a IGNACIO, su expresión de ira reprimida se ha acentuado. JUANA ha reflejado en su rostro una extraña identificación con las incidencias del relato.)
ANDRÉS.—(Reservado.) Acaso tengas razón... Yo también he pensado mucho en estas cosas. Y creo que en la ceguera no sólo carecemos de un poder a distancia, sino de un placer también. Un placer maravilloso, seguramente. ¿Cómo supones tú que será?
(MIGUELÍN, que no ha perdido del todo su aire jovial, desemboca en la terraza por la izquierda. Pasa junto a ELISA, sin sentirla -ella se mueve con ligera aprensión—, y llega al interior a tiempo de escuchar las palabras de IGNACIO.)
IGNACIO.—(Accionando para él solo con sus manos llenas de anhelo y violencia, subraya inconscientemente la calidad táctil que sus presunciones ofrecen.) Pienso que es como si por los ojos entrase continuamente un cosquilleo que fuse removiendo nuestros nervios y nuestras visceras... y haciéndonos sentir más tranquilos y mejores.
ANDRÉS.—(Con us suspiro.) Así debe ser.
MIGUEL.—¡Hola, chicos!
(Desde la terraza, ELISA levanta la cabeza, lleva las manos al pecho y se empieza a acercar.)
PEDRO.—Hola, Miguelín.
ANDRÉS.—Llegas a tiempo para decirnos cómo crees tú que es el placer de ver.
MIGUEL.—¡Ah! Pues de un modo muy distinto a como lo ha explicado Ignacio. Pero nada de eso importa, porque a mí se me ha ocurrido hoy una idea genial—¡no os riáis!—, y es la siguiente: nosotros no vemos. Bien. ¿Concebimos la vista? No. luego la vista es inconcebible. Luego los videntes no ven tampoco.
(Salvo IGNACIO, el grupo ríe a carcajadas.)
PEDRO.—¿Pues qué hacen, si no ven?
MIGUEL.—No os riáis, idiotas. ¿Qué hacen? Padecen una alucinación colectiva. ¡La locura de la visión! Los únicos seres normales en este mundo de locos somos nosotros.
(Estallan otra vez las risas. MIGUELÍN ríe también. ELISA sufre.)
IGNACIO.—(Cuya voz profunda y melancólica acalla las risas de los otras.) Miguelín ha encontrado una solución, pero absurda. Nos permitiría vivir tranqulos si no supiésemos demasiado bien qye la vista existe. (Suspira.) Por eso tu hallazgo no nos sirve.
MIGUEL.—(Con repentina melancolía en la voz.) Pero ¿Verdad que es gracioso?
IGNACIO.—(Sonriente.) Sí. Tú has sabido ocultar entre risas, como siempre, lo irreparable de tu desgracia.
(La seriedad de MIGUELÍN aumenta.)
ELISA.—(Que no puede más.) ¡Miguelín!
JUANA.—¡Elisa!
MIGUEL.—(Trivial.) ¡Caramba, Juana! ¿Estabas aquí? ¡Y Carlos?
CARLOS.—Aquí estoy también. Y si me lo permitís (Apretando sobre el sillón la mano de JUANA en muda advertencia.), me sentaré con vosotros.
(Se sienta a la izquierda del grupo.)
ELISA.—¡Miguelín, escucha! ¡Vamos a pasear al campo de deportes! ¡Se está muy bien ahora! ¿Quieres?
MIGUEL.—(Despegado.) Elisita, si acabo de llegar de allí precisamente. Y está es una conversación muy interesante. ¿Por qué no te sientas con Juana?
JUANA.—Ven conmigo, Elisa. Aquí tienes un sillón.
(ELISA suspira y no dice nada. Se sienta junto a JUANA, quien la mima y la conforta en su desaliento hasta que el interés de la conversación entre IGNACIO y CARLOS absorbe a las dos.)
ALBERTO.—¿Nos escuchabas, Carlos?
CARLOS.—Sí, Alberto. Todo era muy interesante.
ANDRÉS.—¿Y qué opinas tú de ello?
CARLOS.—(Con tono mesurado.) No entiendo bien algunas consas. Sabéis
que soy un hombre práctico. ¿A qué fin razonable os llevaban vuestras palabras? Eso es lo que no comprendo. Sobre todo cuando no encuentro en ellas otra cosa que inquietad y tristeza.
MIGUEL.—¡Alto! También había risas... (De nuevo con involuntaria melancolía.) provocadas por la irreparable desgracia de ste humilde servidor.
(Risas.)
CARLOS.—(Con tono de creciente decisión.) Siento decirte, Miguelín, que a veces no eres nada divertido. Pero dejemos eso. (Vibrante.) A ti, Ignacio (Este se estremece ante el tono de CARLOS), a ti es a quien quiero preguntar algo: Quieres decir con lo que nos has dicho que los invidentes formamos un mundo aparte de los videntes?
IGNACIO.—(Que parece asustado, carraspea.) Pues... yo he querido decir...
CARLOS.—(Tajante.) No, por favor. ¿Lo has querido decir, sí o no?
IGNACIO.—Pues... sí. Un mundo aparte… y más desgraciado.
CARLOS.—¡Pues no es cierto! Nuestro mundo y el de ellos es el mismo. ¿Acaso no estudiamos como ellos? ¿Es que no somos socialmente útiles como ells? ¿No tenemos también nuestras distracciones? O hacemos deporte? (Pausa breve.) ¿No amamos, no nos casamos?
IGNACIO.—(Suave.) ¿No vemos?
CARLOS.—¡No, no vemos! Pero ellos son mancos, cojos, están enfermos de los nervios, del corazón o del riñón; se mueren a los veinte años de tuberculosis o les asesinan en las guerras… O se mueren de hambre.
ALBERTO.—Eso es cierto.
CARLOS.—¡Claro que es cierto! La desgracia está muy repartida entre los hombre; pero nosotros no formamos rancho aparte en el mundo. ¿Quieres una prueba definitiva? Los matrimonios entre nosotros y los videntes. Hoy son muchos’ mañana serán la regla…Hace tiempo que habríamos conseguido mejores resultados si nos hubiésemos atrevido a pensar así en lugar de salmodiar lloronamente el “no hay prenda como la vista”, de que hablabas antes. (Severo, a los otros.) Y me extraña mucho que vosotros, viejos ya en la institución, podráis dudarlo ni por un momento. (Pausa breve.) Se comprende que duda Ignacio… No sabe aún lo grande, lo libre y hermosa que es nuestra vida. No ha adquirido confianza; tiene miedo, a dejar su bastón... ¡Sois vosotros quienes debéis ayudarle a confiar!
(Pausa.)
ANDRÉS.—¿Qué dices a eso, Ignacio?
IGNACIO.— Las razones de Carlos son muy débiles. Pero esta conversación parece un pugilato. ¿No sería mejor dejarla? Yo te estimo, Carlos, y no quisiera...
PEDRO.—No, no. Debes contestarle.
IGNACIO.—Es que...
CARLOS.—(Burlón, creyendo vencer.) No te preocupes, hombre. Contéstame. No hay nada más molesto que un problema a medio resolver.
IGNACIO.—Olvidas que, por desgracia, los grandes problemas no pueden
resolverse.
(Se levanta y sale del grupo.)
ANDRÉS.—¡No te marches!
CARLOS.—(Con aparente benevolencia.) Déjale, Andrés... Es comprensible. No tiene todavía seguridad en sí mismo...
IGNACIO.—(Junto al velador de la derecha.) Y por eso necesito mi bastón, ¿no?
CARLOS.—Tú mismo lo dices...
IGNACIO.- (Cogiendo sin ruido el cenicero que hay sobre el velador y metiéndoselo en el bolsillo de la chaqueta.) Todos lo necesitamos para no tropezar.
CARLOS.—¡Lo que te hace tropezar es el miedo, el desánimo! Llevarás bastón toda tu vida y tropezarás toda la vida. ¡Atrévete a ser como nosotros! ¡Nosotros no tropezamos!
IGNACIO.—Muy seguro estás de ti mismo. Tal vez algún día tropieces y te hagas mucho daño… Acaso más pronto de lo que crees. (Pausa.) Por lo demás, no pensaba marcharme. Deseo contestarte, pero permitidme todos que lo haga paseando... Así me parece que razono mejor. (Ha tomado por su tallo el velador y marcha, marcando bien los golpes del bastón, al centro de la escena. Allí lo coloca suavemente, sin el mejor ruido.) Tú, Carlos, pareces querer decirnos que hay que atreverse a confiar, que la vida es la misma para nosotros y para los videntes...
CARLOS.- Cabalmente
IGNACIO.—Confías demasiado. Tu seguridad es ilusoria... No resistiría el tropiezo más pequeño. Te ríes de mi bastón, pero mi bastón me permite pasear por aquí, como hago ahora, sin miedo a los obstáculos.
(Se dirige al primer término derecho y se vuelve. El velador se encuentra exactamente en la línea que le une con Carlos.)
CARLOS.—(Riendo.) ¿Qué obstáculos? ¡Aquí no hay obstáculos! ¿te das cuenta de tu cobardía? Si usases sin temor de tu conocimiento del sitio, como hacemos nosotros, tirarías ese palo.
IGNACIO.—No quiero tropezar.
CARLOS.—(Exaltado.) ¡Si no puedes tropezar! Aquí todo está previsto. No hay un solo rincón de la casa que no conozcamos. El bastón está muy bien para la calle, pero aquí...
IGNACIO.—Aquí también es necesaio. ¿Cómo podemos saber nosotros, pobres ciegos, lo que nos acecha alrededor?
CARLOS.—¡No somos pobres! ¡Y lo sabemos perfectamente! (IGNACIO ríe sin rebozo.) ¡No te ríes!
IGNACIO.- Perdona, pero... me resulta tan pueril tu optimismo... Por ejemplo, si yo te pidiera que te levantases y vinieses muy aprisa a donde me encuentro, ¿quieres hacernos creer que lo harías sin miedo...?
CARLOS.- (Levantándose de golpe) ¡Naturalmente! ¿Quieres que lo haga?
(Pausa.)
IGNACIO.- (Grave.) Sí, por favor. Muy deprisa, no lo olvides.
CARLOS.- ¡Ahora mismo!
(Todos los ciegos adelantan la cabeza, en escucha. CARLOS da unos pasos rápidos, pero de pronto la desconfianza crispa su cara y disminuye la marcha, extendiendo los brazos. No tarda en palpar el velador, y una expresión de odio brutal le invade.)
IGNACIO.- Vienes muy despacio.
CARLOS.- (Que, bordeando el velador, ha avanzado con los puños cerrados hasta enfrentarse conIGNACIO.) No lo creas, ya estoy aquí.
IGNACIO.- Has vacilado.
CARLOS.- ¡Nada de eso! Vine seguro de convencerte de lo vano de tus miedos. Y... te habrás persuadido... de que no hay obstáculos por en medio.
IGNACIO.- (Triunfante) Pero te dio miedo. ¡No lo niegues! (A los demás) Le dio miedo. ¿No le oísteis vacilar y pararse?
MIGUEL.- Hay que reconocerlo, Carlos. Todos lo advertimos.
CARLOS.- (Rojo.) ¡Pero no lo hice por miedo! Lo hice porque de pronto comprendí...
IGNACIO.- ¡Qué! ¿Acaso que podía haber obstáculos? Pues si no llamas a eso miedo, llámalo como quieras.
MIGUEL.- ¡Un tanto para Ignacio!
CARLOS.- (Dominándose) Es cierto. No fue miedo, pero hubo una causa que... que no puedo explicar. Esta prueba es nula.
IGNACIO.- (Benévolo) No tengo inconveniente en concedértelo. (Mientras habla se encamina al grupo para sentarse de nuevo.) Pero aún he de contestar a tus argumentos... Estudiamos, sí; (A todos.) la décima parte de las cosas que estudian los videntes. Hacemos deportes..., menos nueve décimas partes de ellos. (Se ha sentado plácidamente. CARLOS, que permanece inmóvil en el primer término, cruza los brazos tensos para contenerse.) Y en cuanto al amor...
ALBERTO.- Eso no podrás negarlo.
IGNACIO.- El amor es algo maravilloso. El amor, por ejemplo, entre Carlos y Juana. (JUANA, que ha seguido angustiada las peripecias de la disputa, se sobresalta) ¡Pero esa maravilla no pasa de ser una triste parodia del amor entre los videntes! Porque ellos poseen al ser amado por entero. Son capaces de englobarle en una mirada. Nosotros poseemos... a pedazos. Una caricia, el arrullo momentáneo de la voz... En realidad no nos amamos. Nos compadecemos y tratamos de disfrazar esa triste piedad con alegres tonterías, llamándola amor. Creo que sabría mejor si no la disfrazásemos.
MIGUEL.- ¡Segundo tanto para Ignacio!
CARLOS.- (Conteniéndose.) Me parece que has olvidado contestar a algo muy importante...
IGNACIO.- Puede ser.
CARLOS.- Los matrimonios entre videntes e invidentes, ¿no prueban que nuestro mundo y el de ellos es el mismo? ¿No son una prueba de que el amor que sentimos y hacemos sentir no es una parodia?
IGNACIO.- ¡Pura compasión, como los otros!
CARLOS.- ¿Te atreverías a asegurar que don Pablo y doña Pepita no se han amado?
IGNACIO.- ¡Ja, ja, ja! Yo no quisiera que mis palabras se interpretasen mal por alguien...
ANDRÉS.- Todos te prometemos discreción.
(DOÑA PEPITA avanza por la derecha de la terraza hacia la portalada, mirándolos tras los cristales. Al oír su nombre se detiene.)
IGNACIO.- La región del optimismo donde Carlos sueña no le deja apreciar la realidad. (A CARLOS.) Por eso no te has enterado de un detalle muy significativo que todos sabemos por las visitas. Muy significativo. Doña Pepita y don Pablo se casaron porque don Pablo necesitaba un bastón; (Golpea el suelo con el suyo.) pero, sobre todo, (Se detiene.) por una de esas cosas que los ciegos no comprendemos, pero que son tan importantes para los videntes. Porque... ¡doña Pepita es muy fea!
(Un silencio. Poco a poco, la idea les complace. Ríen hasta estallar en grandes carcajadas. CARLOS, violento, no sabe qué decir.)
MIGUEL.- ¡Tercer tanto para Ignacio!
(Arrecian las carcajadas. CARLOS se retuerce las manos. JUANA ha apoyado la cabeza en las manos y está ensimismada. DOÑA PEPITA, que inclinó la cabeza con tristeza, se sobrepone e interviene.)
DOÑA PEPITA.—(Cordial.) ¡Buenas tardes, hijitos! Les encuentro muy alegres (A su voz, las risa cesan de repente.) Algún chiste de Miguelín, probablemente... ¿No es eso?
(Todos se levantan, conteniendo algunos la risa de nuevo.)
MIGUEL.—Lo acertó usted, doña Pepita.
DOÑA PEPITA.—Pues le voy a reñir por hacerles perder el tiempo de ese modo. Van a dar las tres y aún no han ido del Centro en el concurso de patín? ¡Vamos! ¡Al campo todo el mundo!
MIGUEL.—Usted perdone.
DOÑA PEPITA.—Perdonado. Pórtese bien ahora en la pista. Y ustedes, señoritas, vengan conmigo a la terraza a tomar el aire. (Los estudiantes van desfilando hacia la terraza y desaparecen por la izquierda, entre risas reprimidas. CARLOS, IGNACIO, JUANA, y ELISA permanecen. DOÑA PEPITA se dirige entonces a CARLOS con especial ternura. El estudiante es para ella el alummno predilecto de la casa. Tal vez el hijo de carne que no llegó a tener con DON PABLO… Acaso esté un poco enamorada de él sin saberlo.)
CARLOS.—Ahora voy, doña Pepita. En cuanto termine un asuntillo con Ignacio.
DOÑA PEPITA.—Y used, ¿no quiere patinar, Ignacio? ¿Cuando se decide a dejar el bastón?
IGNACIO.— No me atrevo, doña Pepita. Además, ¿para qué?
DOÑA PEPITA.—Pues, hijo, ¿no ve a sus compañeros cómo van y vienen sin él?
IGNACIO.—No, señora. Yo no veo nada.
DOÑA PEPITA.—(Seca.) Claro que no. Perdone. Es una forma de hablar... ¿Vamos, señoritas?
JUANA.—Cuando guste.
DOÑA PEPITA.—(Enlazando por el talle a las dos muchachas.) Ahí se quedan ustedes. (Afectuosa.) No te olvide a don Pablo, Carlos.
CARLOS.—Descuide. Voy en seguida.
(DOÑA PEPITA y las muchachas avanzan hacia la barandilla, donde se recuestan. DOÑA PEPITA acciona vivamente, explicando a las ciegas las incidencias del patinamente, explicando a las ciegas las incidencias del patinaje. IGNACIO vuelve a sentarse. Una pausa.)
IGNACIO.—Tú dirás.
(CARLOS no dice nada. Se acerca al velador y lo coge para devolverlo, con ostensible ruido, a su primitivo lugar. Después se enfrenta con IGNACIO.)
CARLOS.—(Seco.) ¿Dónde has dejado el cenicero?
IGNACIO.—(Sonriendo.) ¡Ah, sí! Se me olvidaba. Tómalo.
(Se lo alarga. Carlos palpa en el vacío y lo atrapa bruscamente.)
CALOS.—¡No sé si te das cuenta de que estoy a punto de agredirte!
IGNACIO.—No tendrías más razón aunque lo hicieras
(CARLOS se contiene. Después va a dejar el cencero en su sitio, con un sonoro golpe, y vuelve al lado de IGNACIO.)
CARLOS.—(Resollando.) Escucha, Ignacio. Hablemos lealmente. Y con la mayor voluntad de entendernos.
IGNACIO.—Creo entenderte muy bien.
CARLOS.—Me refiero a entendernos en la prácica.
IGNACIO.—No es muy facíl.
CARLOS.—De acuerdo. Pero, ¿no lo crees necesario?
IGNACIO.—¿Por qué?
CARLOS.—(Con impaciencia reprimida.) Procuraré explicarme. Ya que no pareces inclinado a abandonar tu pesimismo, para mí merece todos los respetos. ¡Pero encuentro improcedente que intentes contagiar a los demás! ¿Qué derecho tienes a eso?
IGNACIO.—No intento nada. Me limito a ser sincero, y ese contagio de que me hablas no es más que el despertar de la sinceridad de cada cual. Me parece muy conveniente, porque aquí había muy poca. ¿Quieres decirme, en cambio, qué derecho te asiste para recomdar constantemente la alegría. El optimismo y todas esas zarandajas?
CARLOS.—Ignacio, sabes que son cosas muy distintas. Mis palabras pueden servir para que nuestros compañeros consigan una vida relativamente feliz. Las tuyas no lograrán más que destruir; llevarlos a la desesperación, hacerles abandonar sus estudios.
(DOÑA PEPITA interpela desde la terraza a los que patinan en el campo. IGNACIO y CARLOS se interrumpen y escuchen.)
DOÑA PEPITA.—¡Se ha caído usted ya dos veces, Miguelín! Eso está muy mal. ¿Y a usted, Andrés, qué le pasa? ¿Por qué no se lanza?... Vaya. Otro que se cae. Están ustedes cada día más inseguros.
CARLOS.—¿Lo oyes?
IGNACIO.—¿Y qué?
CARLOS.—¡Que tú eres el culpable!
IGNACIO.—¿Yo?
CARLOS.—¡Tú, Ignacio! Y yo te invito, amistosamente, a reflexionar... y a colaborar para mantener limpio el Centro de problemas y de ruina. Creo que a todos nos interesa.
IGNACIO.—¡A mí no me interesa! Este Centro está fundado sobre una mentira.
(DOÑA PEPITA, con las manos en los hombros de las ciegas, las besa cariñosamente y se va por la derecha de la terraza. JUANA y ELISA se enlazan.)
CARLOS.—¿Qué mentira?
IGNACIO.—La de que somos seres normales.
CARLOS. — ¡Ahora no discutiremos eso!
IGNACIO.—(Levantándose.) ¡No discutiremos nada! No hay acuerdo posible entre tú y yo. Hablaré lo que quiera y no renunciaré a ninguna conquista que se me ponga en el camino. ¡A ninguna!
CARLOS.—(Engarfia las manos, Se contiene.) Está bien. Adiós.
(Se va rápidamente por la derecha. IGNACIO queda solo. Silba melancólicamente unas notas del adagio del “Claro de luna”. A poco, apoya las manos en el bastón y reclina la cabeza. Breve pausa. LOLITA entra por la terraza. A poco, entra por la derecha ESPERANZA, y la faz de cada una se ilumina al sentir los pasos de la otra. Avanzan hasta encontrarse y, casi a un tiempo, exclaman:)
LOLITA.—¡Ignacio!
ESPERANZA.—¡Ignacio!
(Este se inmoviliza y no responde. Ellas ríen con alguna vergüenza, defraudadas.)
LOLITA. — Tampoco está aquí.
ESPERANZA. — (Triste.) Nos evita.
LOLITA.—¿Tú crees?
ESPERANZA.—Habla con nosotros por condescendencia..., pero nos desprecia. Sabe que no le entendemos.
LOLITA. ... ¡Quién sabe! Es tan hermético... Tal vez haya una mujer.
ESPERANZA. — Vamos a buscar en el salón.
LOLITA. — Vamos.
(Salen por la izquierda, llamándolo. Pausa. JUANA y ELISA discutían algo en la terraza. ELISA está muy alterada; intenta desprenderse de JUANA para entrar en el fumadero y ésta trata de retenerla.)
ELISA.—(Todavía en la terraza.) ¡Déjame! Estoy ya harta de Ignacio. (Se separa y cruza la portalada, mientras IGNACIO levanta la cabeza.)
JUANA.—(Tras ella.) Vamos, tranquilízate. Siéntate aquí.
ELISA. — ¡No quiero!
JUANA.—Siéntate…
(La sienta cariñosamente en el sofá y se acomoda a su lado.)
ELISA. — ¡Le odio! ¡Le odio!
JUANA.—Un momento, Elisita. (Alzando la voz.) ¿Hay alguien aquí?
(IGNACIO no contesta. JUANA coge una mano de su amiga.)
ELISA.—¡Cómo le odio!
JUANA.—No es bueno odiar...
ELISA.—Me ha quitado a Miguelín y nos quitará la paz a todos. ¡Mi Miguelín!
JUANA. — Volverá. No lo dudes. Él te quiere. ¡Si, en realidad, no ha pasado nada! Un poco indiferente tal vez, estos días..., porque Miguelín fue siempre una veleta para las novedades. Ignacio es para él una distracción pasajera. ¡Y, en fin de cuentas, es un hombre! Si tuvieras que sufrir alguna veleidad de Miguelín con otra chica... Y aun eso no significaría que hubiera dejado de quererte.
ELISA.—¡Preferiría que me engañase con otra chica!
JUANA.—¡Qué dices, mujer!
ELISA. — Sí. Esto es peor. Ese hombre le ha sorbido el seso y yo no tengo ya lugar en sus pensamientos.
JUANA.—Creo wue exageras.
ELISA.—No... Pero, oye: ¿no hay nadie aquí?
JUANA.—No.
ELISA.—Me parecía... (Pausa. Volviendo a su tono de exaltación.) Te lo dije el p rimer día, Juanita. Ese hombre está cargado de maldad. ¡Cómo lo adiviné! ¡Y esa afectación de Cristo martirizado que emplea para ganar adeptos! Los hombres son imbéciles. Y Miguelín, el más tonto de todos. ¡Pero yo le quiero! (Llora en silencio.)
JUANA. — Te oigo, Elisa. No llores...
ELISA.—(Levantándose para pasear su angustia.) ¡Es que le quiero, Juana!
JUANA. — Lo que Miguelín necesita es un poco de indiferencia por tu parte. No le persigas tanto.
ELISA. — Ya sé que me pongo en ridículo. No lo puedo remediar.
(Se para junto a IGNACIO, que no respira, y seca sus ojos por última vez para guardar el pañuelo.)
JUANA. — ¡Inténtalo! Así, volverá.
ELISA.—¿Cómo voy a intentarlo con ese hombre entre nosotros? Su presencia me anula... ¡Ah, con qué gusto le abofetearía¡ ¡Quisiera saber qué se propone!
(Engarfia las manos en el aire. Mas, de pronto, comienza a volverse lentamente hacia IGNACIO, sin darse cuenta todavía de que siente su presencia.)
JUANA. — No se propone nada. Sufre..., y nosotros no sabemos curar el sufrimiento. En el fondo es digno de compasión.
(Las palabras de JUANA hacen volver otra vez la cabeza a ELISA. No ha llegado a sospechar nada.)
ELISA.—(Avanzando hacia JUANA.) Le compadeces demasiado. Es un egoísta. ¡Que sufra solo y no haga sufrir a los demás!
JUANA. — (Sonriente.) Anda, siéntate y no te alteres. (Se levanta y va hacia ella.) Acusas a Ignacio de egoísta. ¿Y qué va a hacer, si sufre? También convendría menos egoísmo por nuestra parte. Hay que ser caritativos con las flaquezas ajenas y aliviarlas con nuestra dulzura…
(Breve pausa.)
ELISA.—(De pronto, exaltada, oprimiendo los brazos de JUANA.) ¡No, no, Juana. Eso, no!
JUANA.—(Alarmada.) ¿Qué?
ELISA.—¡Eso no querida mía. Eso no!
JUANA.—¡Pero, habla! No, ¿el qué?
ELISA.—¡Tu simpatía por Ignacio!
JUANA.—(Molesa.) ¿Qué dices?
ELISA.—¡Prométeme ser fuerte! ¡Por amor a Carlos, prométemelo! (Zarandeándola.) ¡Prométemelo, Juana!
JUANA.—(Fría.) No digas tonterías. Yo quiero a Carlos y no pasará nada. No sé qué piensas que puede ocurrir.
ELISA. — ¡Todo! ¡Todo puede ocurrir! ¡Ese hombre me ha quitado a Miguelín y tú estás un peligro! ¡Prométeme evitarlo! ¡Por Carlos, prométemelo!
JUANA. — (Muy alterada.) ¡Elisa, cállate inmediatamente! ¡No te consiento...!
(Se separa de ella con brusquedad. Pausa.)
situaban por las esquinas en tiempo de nuestros padres, cuando decía para limosnear: “No hay prenda como la vista”, no armoniza bien tal vez con nuestra tranquila vida de estudiantes; pero yo la creo mucho más sincera y más valiosa. Ellos no incurrían en la tontería de creerse normales.
(A medida que Carlos escuchaba a IGNACIO, su expresión de ira reprimida se ha acentuado. JUANA ha reflejado en su rostro una extraña identificación con las incidencias del relato.)
ANDRÉS.—(Reservado.) Acaso tengas razón... Yo también he pensado mucho en estas cosas. Y creo que en la ceguera no sólo carecemos de un poder a distancia, sino de un placer también. Un placer maravilloso, seguramente. ¿Cómo supones tú que será?
(MIGUELÍN, que no ha perdido del todo su aire jovial, desemboca en la terraza por la izquierda. Pasa junto a ELISA, sin sentirla -ella se mueve con ligera aprensión—, y llega al interior a tiempo de escuchar las palabras de IGNACIO.)
IGNACIO.—(Accionando para él solo con sus manos llenas de anhelo y violencia, subraya inconscientemente la calidad táctil que sus presunciones ofrecen.) Pienso que es como si por los ojos entrase continuamente un cosquilleo que fuse removiendo nuestros nervios y nuestras visceras... y haciéndonos sentir más tranquilos y mejores.
ANDRÉS.—(Con us suspiro.) Así debe ser.
MIGUEL.—¡Hola, chicos!
(Desde la terraza, ELISA levanta la cabeza, lleva las manos al pecho y se empieza a acercar.)
PEDRO.—Hola, Miguelín.
ANDRÉS.—Llegas a tiempo para decirnos cómo crees tú que es el placer de ver.
MIGUEL.—¡Ah! Pues de un modo muy distinto a como lo ha explicado Ignacio. Pero nada de eso importa, porque a mí se me ha ocurrido hoy una idea genial—¡no os riáis!—, y es la siguiente: nosotros no vemos. Bien. ¿Concebimos la vista? No. luego la vista es inconcebible. Luego los videntes no ven tampoco.
(Salvo IGNACIO, el grupo ríe a carcajadas.)
PEDRO.—¿Pues qué hacen, si no ven?
MIGUEL.—No os riáis, idiotas. ¿Qué hacen? Padecen una alucinación colectiva. ¡La locura de la visión! Los únicos seres normales en este mundo de locos somos nosotros.
(Estallan otra vez las risas. MIGUELÍN ríe también. ELISA sufre.)
IGNACIO.—(Cuya voz profunda y melancólica acalla las risas de los otras.) Miguelín ha encontrado una solución, pero absurda. Nos permitiría vivir tranqulos si no supiésemos demasiado bien qye la vista existe. (Suspira.) Por eso tu hallazgo no nos sirve.
MIGUEL.—(Con repentina melancolía en la voz.) Pero ¿Verdad que es gracioso?
IGNACIO.—(Sonriente.) Sí. Tú has sabido ocultar entre risas, como siempre, lo irreparable de tu desgracia.
(La seriedad de MIGUELÍN aumenta.)
ELISA.—(Que no puede más.) ¡Miguelín!
JUANA.—¡Elisa!
MIGUEL.—(Trivial.) ¡Caramba, Juana! ¿Estabas aquí? ¡Y Carlos?
CARLOS.—Aquí estoy también. Y si me lo permitís (Apretando sobre el sillón la mano de JUANA en muda advertencia.), me sentaré con vosotros.
(Se sienta a la izquierda del grupo.)
ELISA.—¡Miguelín, escucha! ¡Vamos a pasear al campo de deportes! ¡Se está muy bien ahora! ¿Quieres?
MIGUEL.—(Despegado.) Elisita, si acabo de llegar de allí precisamente. Y está es una conversación muy interesante. ¿Por qué no te sientas con Juana?
JUANA.—Ven conmigo, Elisa. Aquí tienes un sillón.
(ELISA suspira y no dice nada. Se sienta junto a JUANA, quien la mima y la conforta en su desaliento hasta que el interés de la conversación entre IGNACIO y CARLOS absorbe a las dos.)
ALBERTO.—¿Nos escuchabas, Carlos?
CARLOS.—Sí, Alberto. Todo era muy interesante.
ANDRÉS.—¿Y qué opinas tú de ello?
CARLOS.—(Con tono mesurado.) No entiendo bien algunas consas. Sabéis
que soy un hombre práctico. ¿A qué fin razonable os llevaban vuestras palabras? Eso es lo que no comprendo. Sobre todo cuando no encuentro en ellas otra cosa que inquietad y tristeza.
MIGUEL.—¡Alto! También había risas... (De nuevo con involuntaria melancolía.) provocadas por la irreparable desgracia de ste humilde servidor.
(Risas.)
CARLOS.—(Con tono de creciente decisión.) Siento decirte, Miguelín, que a veces no eres nada divertido. Pero dejemos eso. (Vibrante.) A ti, Ignacio (Este se estremece ante el tono de CARLOS), a ti es a quien quiero preguntar algo: Quieres decir con lo que nos has dicho que los invidentes formamos un mundo aparte de los videntes?
IGNACIO.—(Que parece asustado, carraspea.) Pues... yo he querido decir...
CARLOS.—(Tajante.) No, por favor. ¿Lo has querido decir, sí o no?
IGNACIO.—Pues... sí. Un mundo aparte… y más desgraciado.
CARLOS.—¡Pues no es cierto! Nuestro mundo y el de ellos es el mismo. ¿Acaso no estudiamos como ellos? ¿Es que no somos socialmente útiles como ells? ¿No tenemos también nuestras distracciones? O hacemos deporte? (Pausa breve.) ¿No amamos, no nos casamos?
IGNACIO.—(Suave.) ¿No vemos?
CARLOS.—¡No, no vemos! Pero ellos son mancos, cojos, están enfermos de los nervios, del corazón o del riñón; se mueren a los veinte años de tuberculosis o les asesinan en las guerras… O se mueren de hambre.
ALBERTO.—Eso es cierto.
CARLOS.—¡Claro que es cierto! La desgracia está muy repartida entre los hombre; pero nosotros no formamos rancho aparte en el mundo. ¿Quieres una prueba definitiva? Los matrimonios entre nosotros y los videntes. Hoy son muchos’ mañana serán la regla…Hace tiempo que habríamos conseguido mejores resultados si nos hubiésemos atrevido a pensar así en lugar de salmodiar lloronamente el “no hay prenda como la vista”, de que hablabas antes. (Severo, a los otros.) Y me extraña mucho que vosotros, viejos ya en la institución, podráis dudarlo ni por un momento. (Pausa breve.) Se comprende que duda Ignacio… No sabe aún lo grande, lo libre y hermosa que es nuestra vida. No ha adquirido confianza; tiene miedo, a dejar su bastón... ¡Sois vosotros quienes debéis ayudarle a confiar!
(Pausa.)
ANDRÉS.—¿Qué dices a eso, Ignacio?
IGNACIO.— Las razones de Carlos son muy débiles. Pero esta conversación parece un pugilato. ¿No sería mejor dejarla? Yo te estimo, Carlos, y no quisiera...
PEDRO.—No, no. Debes contestarle.
IGNACIO.—Es que...
CARLOS.—(Burlón, creyendo vencer.) No te preocupes, hombre. Contéstame. No hay nada más molesto que un problema a medio resolver.
IGNACIO.—Olvidas que, por desgracia, los grandes problemas no pueden
resolverse.
(Se levanta y sale del grupo.)
ANDRÉS.—¡No te marches!
CARLOS.—(Con aparente benevolencia.) Déjale, Andrés... Es comprensible. No tiene todavía seguridad en sí mismo...
IGNACIO.—(Junto al velador de la derecha.) Y por eso necesito mi bastón, ¿no?
CARLOS.—Tú mismo lo dices...
IGNACIO.- (Cogiendo sin ruido el cenicero que hay sobre el velador y metiéndoselo en el bolsillo de la chaqueta.) Todos lo necesitamos para no tropezar.
CARLOS.—¡Lo que te hace tropezar es el miedo, el desánimo! Llevarás bastón toda tu vida y tropezarás toda la vida. ¡Atrévete a ser como nosotros! ¡Nosotros no tropezamos!
IGNACIO.—Muy seguro estás de ti mismo. Tal vez algún día tropieces y te hagas mucho daño… Acaso más pronto de lo que crees. (Pausa.) Por lo demás, no pensaba marcharme. Deseo contestarte, pero permitidme todos que lo haga paseando... Así me parece que razono mejor. (Ha tomado por su tallo el velador y marcha, marcando bien los golpes del bastón, al centro de la escena. Allí lo coloca suavemente, sin el mejor ruido.) Tú, Carlos, pareces querer decirnos que hay que atreverse a confiar, que la vida es la misma para nosotros y para los videntes...
CARLOS.- Cabalmente
IGNACIO.—Confías demasiado. Tu seguridad es ilusoria... No resistiría el tropiezo más pequeño. Te ríes de mi bastón, pero mi bastón me permite pasear por aquí, como hago ahora, sin miedo a los obstáculos.
(Se dirige al primer término derecho y se vuelve. El velador se encuentra exactamente en la línea que le une con Carlos.)
CARLOS.—(Riendo.) ¿Qué obstáculos? ¡Aquí no hay obstáculos! ¿te das cuenta de tu cobardía? Si usases sin temor de tu conocimiento del sitio, como hacemos nosotros, tirarías ese palo.
IGNACIO.—No quiero tropezar.
CARLOS.—(Exaltado.) ¡Si no puedes tropezar! Aquí todo está previsto. No hay un solo rincón de la casa que no conozcamos. El bastón está muy bien para la calle, pero aquí...
IGNACIO.—Aquí también es necesaio. ¿Cómo podemos saber nosotros, pobres ciegos, lo que nos acecha alrededor?
CARLOS.—¡No somos pobres! ¡Y lo sabemos perfectamente! (IGNACIO ríe sin rebozo.) ¡No te ríes!
IGNACIO.- Perdona, pero... me resulta tan pueril tu optimismo... Por ejemplo, si yo te pidiera que te levantases y vinieses muy aprisa a donde me encuentro, ¿quieres hacernos creer que lo harías sin miedo...?
CARLOS.- (Levantándose de golpe) ¡Naturalmente! ¿Quieres que lo haga?
(Pausa.)
IGNACIO.- (Grave.) Sí, por favor. Muy deprisa, no lo olvides.
CARLOS.- ¡Ahora mismo!
(Todos los ciegos adelantan la cabeza, en escucha. CARLOS da unos pasos rápidos, pero de pronto la desconfianza crispa su cara y disminuye la marcha, extendiendo los brazos. No tarda en palpar el velador, y una expresión de odio brutal le invade.)
IGNACIO.- Vienes muy despacio.
CARLOS.- (Que, bordeando el velador, ha avanzado con los puños cerrados hasta enfrentarse conIGNACIO.) No lo creas, ya estoy aquí.
IGNACIO.- Has vacilado.
CARLOS.- ¡Nada de eso! Vine seguro de convencerte de lo vano de tus miedos. Y... te habrás persuadido... de que no hay obstáculos por en medio.
IGNACIO.- (Triunfante) Pero te dio miedo. ¡No lo niegues! (A los demás) Le dio miedo. ¿No le oísteis vacilar y pararse?
MIGUEL.- Hay que reconocerlo, Carlos. Todos lo advertimos.
CARLOS.- (Rojo.) ¡Pero no lo hice por miedo! Lo hice porque de pronto comprendí...
IGNACIO.- ¡Qué! ¿Acaso que podía haber obstáculos? Pues si no llamas a eso miedo, llámalo como quieras.
MIGUEL.- ¡Un tanto para Ignacio!
CARLOS.- (Dominándose) Es cierto. No fue miedo, pero hubo una causa que... que no puedo explicar. Esta prueba es nula.
IGNACIO.- (Benévolo) No tengo inconveniente en concedértelo. (Mientras habla se encamina al grupo para sentarse de nuevo.) Pero aún he de contestar a tus argumentos... Estudiamos, sí; (A todos.) la décima parte de las cosas que estudian los videntes. Hacemos deportes..., menos nueve décimas partes de ellos. (Se ha sentado plácidamente. CARLOS, que permanece inmóvil en el primer término, cruza los brazos tensos para contenerse.) Y en cuanto al amor...
ALBERTO.- Eso no podrás negarlo.
IGNACIO.- El amor es algo maravilloso. El amor, por ejemplo, entre Carlos y Juana. (JUANA, que ha seguido angustiada las peripecias de la disputa, se sobresalta) ¡Pero esa maravilla no pasa de ser una triste parodia del amor entre los videntes! Porque ellos poseen al ser amado por entero. Son capaces de englobarle en una mirada. Nosotros poseemos... a pedazos. Una caricia, el arrullo momentáneo de la voz... En realidad no nos amamos. Nos compadecemos y tratamos de disfrazar esa triste piedad con alegres tonterías, llamándola amor. Creo que sabría mejor si no la disfrazásemos.
MIGUEL.- ¡Segundo tanto para Ignacio!
CARLOS.- (Conteniéndose.) Me parece que has olvidado contestar a algo muy importante...
IGNACIO.- Puede ser.
CARLOS.- Los matrimonios entre videntes e invidentes, ¿no prueban que nuestro mundo y el de ellos es el mismo? ¿No son una prueba de que el amor que sentimos y hacemos sentir no es una parodia?
IGNACIO.- ¡Pura compasión, como los otros!
CARLOS.- ¿Te atreverías a asegurar que don Pablo y doña Pepita no se han amado?
IGNACIO.- ¡Ja, ja, ja! Yo no quisiera que mis palabras se interpretasen mal por alguien...
ANDRÉS.- Todos te prometemos discreción.
(DOÑA PEPITA avanza por la derecha de la terraza hacia la portalada, mirándolos tras los cristales. Al oír su nombre se detiene.)
IGNACIO.- La región del optimismo donde Carlos sueña no le deja apreciar la realidad. (A CARLOS.) Por eso no te has enterado de un detalle muy significativo que todos sabemos por las visitas. Muy significativo. Doña Pepita y don Pablo se casaron porque don Pablo necesitaba un bastón; (Golpea el suelo con el suyo.) pero, sobre todo, (Se detiene.) por una de esas cosas que los ciegos no comprendemos, pero que son tan importantes para los videntes. Porque... ¡doña Pepita es muy fea!
(Un silencio. Poco a poco, la idea les complace. Ríen hasta estallar en grandes carcajadas. CARLOS, violento, no sabe qué decir.)
MIGUEL.- ¡Tercer tanto para Ignacio!
(Arrecian las carcajadas. CARLOS se retuerce las manos. JUANA ha apoyado la cabeza en las manos y está ensimismada. DOÑA PEPITA, que inclinó la cabeza con tristeza, se sobrepone e interviene.)
DOÑA PEPITA.—(Cordial.) ¡Buenas tardes, hijitos! Les encuentro muy alegres (A su voz, las risa cesan de repente.) Algún chiste de Miguelín, probablemente... ¿No es eso?
(Todos se levantan, conteniendo algunos la risa de nuevo.)
MIGUEL.—Lo acertó usted, doña Pepita.
DOÑA PEPITA.—Pues le voy a reñir por hacerles perder el tiempo de ese modo. Van a dar las tres y aún no han ido del Centro en el concurso de patín? ¡Vamos! ¡Al campo todo el mundo!
MIGUEL.—Usted perdone.
DOÑA PEPITA.—Perdonado. Pórtese bien ahora en la pista. Y ustedes, señoritas, vengan conmigo a la terraza a tomar el aire. (Los estudiantes van desfilando hacia la terraza y desaparecen por la izquierda, entre risas reprimidas. CARLOS, IGNACIO, JUANA, y ELISA permanecen. DOÑA PEPITA se dirige entonces a CARLOS con especial ternura. El estudiante es para ella el alummno predilecto de la casa. Tal vez el hijo de carne que no llegó a tener con DON PABLO… Acaso esté un poco enamorada de él sin saberlo.)
CARLOS.—Ahora voy, doña Pepita. En cuanto termine un asuntillo con Ignacio.
DOÑA PEPITA.—Y used, ¿no quiere patinar, Ignacio? ¿Cuando se decide a dejar el bastón?
IGNACIO.— No me atrevo, doña Pepita. Además, ¿para qué?
DOÑA PEPITA.—Pues, hijo, ¿no ve a sus compañeros cómo van y vienen sin él?
IGNACIO.—No, señora. Yo no veo nada.
DOÑA PEPITA.—(Seca.) Claro que no. Perdone. Es una forma de hablar... ¿Vamos, señoritas?
JUANA.—Cuando guste.
DOÑA PEPITA.—(Enlazando por el talle a las dos muchachas.) Ahí se quedan ustedes. (Afectuosa.) No te olvide a don Pablo, Carlos.
CARLOS.—Descuide. Voy en seguida.
(DOÑA PEPITA y las muchachas avanzan hacia la barandilla, donde se recuestan. DOÑA PEPITA acciona vivamente, explicando a las ciegas las incidencias del patinamente, explicando a las ciegas las incidencias del patinaje. IGNACIO vuelve a sentarse. Una pausa.)
IGNACIO.—Tú dirás.
(CARLOS no dice nada. Se acerca al velador y lo coge para devolverlo, con ostensible ruido, a su primitivo lugar. Después se enfrenta con IGNACIO.)
CARLOS.—(Seco.) ¿Dónde has dejado el cenicero?
IGNACIO.—(Sonriendo.) ¡Ah, sí! Se me olvidaba. Tómalo.
(Se lo alarga. Carlos palpa en el vacío y lo atrapa bruscamente.)
CALOS.—¡No sé si te das cuenta de que estoy a punto de agredirte!
IGNACIO.—No tendrías más razón aunque lo hicieras
(CARLOS se contiene. Después va a dejar el cencero en su sitio, con un sonoro golpe, y vuelve al lado de IGNACIO.)
CARLOS.—(Resollando.) Escucha, Ignacio. Hablemos lealmente. Y con la mayor voluntad de entendernos.
IGNACIO.—Creo entenderte muy bien.
CARLOS.—Me refiero a entendernos en la prácica.
IGNACIO.—No es muy facíl.
CARLOS.—De acuerdo. Pero, ¿no lo crees necesario?
IGNACIO.—¿Por qué?
CARLOS.—(Con impaciencia reprimida.) Procuraré explicarme. Ya que no pareces inclinado a abandonar tu pesimismo, para mí merece todos los respetos. ¡Pero encuentro improcedente que intentes contagiar a los demás! ¿Qué derecho tienes a eso?
IGNACIO.—No intento nada. Me limito a ser sincero, y ese contagio de que me hablas no es más que el despertar de la sinceridad de cada cual. Me parece muy conveniente, porque aquí había muy poca. ¿Quieres decirme, en cambio, qué derecho te asiste para recomdar constantemente la alegría. El optimismo y todas esas zarandajas?
CARLOS.—Ignacio, sabes que son cosas muy distintas. Mis palabras pueden servir para que nuestros compañeros consigan una vida relativamente feliz. Las tuyas no lograrán más que destruir; llevarlos a la desesperación, hacerles abandonar sus estudios.
(DOÑA PEPITA interpela desde la terraza a los que patinan en el campo. IGNACIO y CARLOS se interrumpen y escuchen.)
DOÑA PEPITA.—¡Se ha caído usted ya dos veces, Miguelín! Eso está muy mal. ¿Y a usted, Andrés, qué le pasa? ¿Por qué no se lanza?... Vaya. Otro que se cae. Están ustedes cada día más inseguros.
CARLOS.—¿Lo oyes?
IGNACIO.—¿Y qué?
CARLOS.—¡Que tú eres el culpable!
IGNACIO.—¿Yo?
CARLOS.—¡Tú, Ignacio! Y yo te invito, amistosamente, a reflexionar... y a colaborar para mantener limpio el Centro de problemas y de ruina. Creo que a todos nos interesa.
IGNACIO.—¡A mí no me interesa! Este Centro está fundado sobre una mentira.
(DOÑA PEPITA, con las manos en los hombros de las ciegas, las besa cariñosamente y se va por la derecha de la terraza. JUANA y ELISA se enlazan.)
CARLOS.—¿Qué mentira?
IGNACIO.—La de que somos seres normales.
CARLOS. — ¡Ahora no discutiremos eso!
IGNACIO.—(Levantándose.) ¡No discutiremos nada! No hay acuerdo posible entre tú y yo. Hablaré lo que quiera y no renunciaré a ninguna conquista que se me ponga en el camino. ¡A ninguna!
CARLOS.—(Engarfia las manos, Se contiene.) Está bien. Adiós.
(Se va rápidamente por la derecha. IGNACIO queda solo. Silba melancólicamente unas notas del adagio del “Claro de luna”. A poco, apoya las manos en el bastón y reclina la cabeza. Breve pausa. LOLITA entra por la terraza. A poco, entra por la derecha ESPERANZA, y la faz de cada una se ilumina al sentir los pasos de la otra. Avanzan hasta encontrarse y, casi a un tiempo, exclaman:)
LOLITA.—¡Ignacio!
ESPERANZA.—¡Ignacio!
(Este se inmoviliza y no responde. Ellas ríen con alguna vergüenza, defraudadas.)
LOLITA. — Tampoco está aquí.
ESPERANZA. — (Triste.) Nos evita.
LOLITA.—¿Tú crees?
ESPERANZA.—Habla con nosotros por condescendencia..., pero nos desprecia. Sabe que no le entendemos.
LOLITA. ... ¡Quién sabe! Es tan hermético... Tal vez haya una mujer.
ESPERANZA. — Vamos a buscar en el salón.
LOLITA. — Vamos.
(Salen por la izquierda, llamándolo. Pausa. JUANA y ELISA discutían algo en la terraza. ELISA está muy alterada; intenta desprenderse de JUANA para entrar en el fumadero y ésta trata de retenerla.)
ELISA.—(Todavía en la terraza.) ¡Déjame! Estoy ya harta de Ignacio. (Se separa y cruza la portalada, mientras IGNACIO levanta la cabeza.)
JUANA.—(Tras ella.) Vamos, tranquilízate. Siéntate aquí.
ELISA. — ¡No quiero!
JUANA.—Siéntate…
(La sienta cariñosamente en el sofá y se acomoda a su lado.)
ELISA. — ¡Le odio! ¡Le odio!
JUANA.—Un momento, Elisita. (Alzando la voz.) ¿Hay alguien aquí?
(IGNACIO no contesta. JUANA coge una mano de su amiga.)
ELISA.—¡Cómo le odio!
JUANA.—No es bueno odiar...
ELISA.—Me ha quitado a Miguelín y nos quitará la paz a todos. ¡Mi Miguelín!
JUANA. — Volverá. No lo dudes. Él te quiere. ¡Si, en realidad, no ha pasado nada! Un poco indiferente tal vez, estos días..., porque Miguelín fue siempre una veleta para las novedades. Ignacio es para él una distracción pasajera. ¡Y, en fin de cuentas, es un hombre! Si tuvieras que sufrir alguna veleidad de Miguelín con otra chica... Y aun eso no significaría que hubiera dejado de quererte.
ELISA.—¡Preferiría que me engañase con otra chica!
JUANA.—¡Qué dices, mujer!
ELISA. — Sí. Esto es peor. Ese hombre le ha sorbido el seso y yo no tengo ya lugar en sus pensamientos.
JUANA.—Creo wue exageras.
ELISA.—No... Pero, oye: ¿no hay nadie aquí?
JUANA.—No.
ELISA.—Me parecía... (Pausa. Volviendo a su tono de exaltación.) Te lo dije el p rimer día, Juanita. Ese hombre está cargado de maldad. ¡Cómo lo adiviné! ¡Y esa afectación de Cristo martirizado que emplea para ganar adeptos! Los hombres son imbéciles. Y Miguelín, el más tonto de todos. ¡Pero yo le quiero! (Llora en silencio.)
JUANA. — Te oigo, Elisa. No llores...
ELISA.—(Levantándose para pasear su angustia.) ¡Es que le quiero, Juana!
JUANA. — Lo que Miguelín necesita es un poco de indiferencia por tu parte. No le persigas tanto.
ELISA. — Ya sé que me pongo en ridículo. No lo puedo remediar.
(Se para junto a IGNACIO, que no respira, y seca sus ojos por última vez para guardar el pañuelo.)
JUANA. — ¡Inténtalo! Así, volverá.
ELISA.—¿Cómo voy a intentarlo con ese hombre entre nosotros? Su presencia me anula... ¡Ah, con qué gusto le abofetearía¡ ¡Quisiera saber qué se propone!
(Engarfia las manos en el aire. Mas, de pronto, comienza a volverse lentamente hacia IGNACIO, sin darse cuenta todavía de que siente su presencia.)
JUANA. — No se propone nada. Sufre..., y nosotros no sabemos curar el sufrimiento. En el fondo es digno de compasión.
(Las palabras de JUANA hacen volver otra vez la cabeza a ELISA. No ha llegado a sospechar nada.)
ELISA.—(Avanzando hacia JUANA.) Le compadeces demasiado. Es un egoísta. ¡Que sufra solo y no haga sufrir a los demás!
JUANA. — (Sonriente.) Anda, siéntate y no te alteres. (Se levanta y va hacia ella.) Acusas a Ignacio de egoísta. ¿Y qué va a hacer, si sufre? También convendría menos egoísmo por nuestra parte. Hay que ser caritativos con las flaquezas ajenas y aliviarlas con nuestra dulzura…
(Breve pausa.)
ELISA.—(De pronto, exaltada, oprimiendo los brazos de JUANA.) ¡No, no, Juana. Eso, no!
JUANA.—(Alarmada.) ¿Qué?
ELISA.—¡Eso no querida mía. Eso no!
JUANA.—¡Pero, habla! No, ¿el qué?
ELISA.—¡Tu simpatía por Ignacio!
JUANA.—(Molesa.) ¿Qué dices?
ELISA.—¡Prométeme ser fuerte! ¡Por amor a Carlos, prométemelo! (Zarandeándola.) ¡Prométemelo, Juana!
JUANA.—(Fría.) No digas tonterías. Yo quiero a Carlos y no pasará nada. No sé qué piensas que puede ocurrir.
ELISA. — ¡Todo! ¡Todo puede ocurrir! ¡Ese hombre me ha quitado a Miguelín y tú estás un peligro! ¡Prométeme evitarlo! ¡Por Carlos, prométemelo!
JUANA. — (Muy alterada.) ¡Elisa, cállate inmediatamente! ¡No te consiento...!
(Se separa de ella con brusquedad. Pausa.)